La socialdemocracia fue el baluarte ideológico de la política de Europa occidental frente al bloque soviético durante la guerra fría.

Tras la caída del Muro de Berlín, anticipó de la quiebra del Estado soviético, las mal llamadas democracias occidentales (Partidocracias) se han visto presas de su incapacidad para acomodarse a las nuevas circunstancias. Las falta la cintura de la Libertad política que niegan.

Deshacerse de la ideología dominante en las sociedades europeas occidentales durante más de 50 años no es tarea fácil, menos aún para los partidos autoproclamados socialdemócratas, pues ellos también tienen que acometer, en contradicción con sus postulados partidistas fundamentales, el desmontaje y liquidación de su logro primordial: El Estado del Bienestar.

Considerar el Estado del Bienestar como una conquista política de los trabajadores en sociedades políticamente libres, es ver únicamente lo que durante décadas la propaganda ha venido propalando como antídoto del agip-prop soviético.

En realidad, el Estado del Bienestar era el tributo que los centros internacionales del poder financiero y político estaban dispuestos a satisfacer a cambio de anular la demagogia comunista y frenar los deseos de expansión soviéticos en el mundo occidental.

La disolución de la Unión Soviética y el rumbo emprendido por la República Popular China, que de la mano del Partido Comunista se abrió al capitalismo más descarnado y feroz, pronto hicieron comprender a esos centros de poder que el mantenimiento de los “privilegios” del Estado del Bienestar quedaba al margen de sus intereses económicos, financieros y políticos en la globalización.

Para atender la imperiosa necesidad de cambios, no sólo políticos y económicos, sino fundamentalmente en la mentalidad de los europeos, se precisa cambiar los hábitos del pensamiento políticamente correcto que durante décadas han prevalecido en Europa.

Nada más oportuno para ello, y así lo avalan los postulados socioeconómicos y políticos que encarna la doctrina de Milton Friedman, que poner en estado de shock a las sociedades que precisan un cambio radical de rumbo para quebrar sus inercias sociopolíticas.

Así se procedió cruelmente en Chile y Argentina con el advenimiento de sus dictaduras militares, que evacuaron violentamente del poder político la preeminencia, en tales sociedades, de las ideas socialistas; y además produjeron un cataclismo social que posibilitó la aceptación por amplias capas de la población de la represión política y la instauración en el mundo económico y financiero de nuevos valores que afectaron tanto a las relaciones laborales como a los logros de la previsión social.

En Europa los partidos de Estado, con independencia de sus postulados ideológicos -que en realidad son diferentes formas de marketing electoral- necesitan el estado de shock que representa la quiebra económica de las instituciones públicas y, sobre todo en España, el elevado número de desempleados, para, con el encauzamiento de la protesta social por los sindicatos de Estado, acometer las reformas socioeconómicas bajo el augurio de salir de la crisis.

La partidocracia española pretende reformarlo casi todo, para que todo, excepto el Estado del bienestar, permanezca igual. Se trata de introducir nuevas reglas laborales y económicas permaneciendo inalteradas las reglas políticas que dieron origen a la gravedad de la crisis.

La puesta en escena de la protesta social no se hará esperar, los sindicatos convocarán huelga general y los partidos de la oposición arañarán puntos, en las encuestas sobre intención de voto, al partido del Gobierno. Pero la sociedad, aterrada por el paro y el miedo de los que aún conserven el empleo a perderlo, aceptará con sumisión los sacrificios que se la impongan con la disculpa de salir de la crisis.

Pero esta crisis forma parte sustancial la estructura política de la partidocracia; pues la partidocracia lleva implícita la necesidad de un elevado gasto público para atenuar su falta de ideales y principios.

Las restricciones de gasto público que ahora se exigen, conllevan una creciente pérdida de credibilidad de los ciudadanos en todas y cada uno de las instituciones políticas.

Se descubre así que la representación de los ciudadanos propia de la democracia ha sido suplantada por la representatividad de los partidos y, estos, encaramados en las instituciones, permanecen desconectados de los intereses e inquietudes de los ciudadanos en mérito a la defensa exclusiva y excluyente de sus intereses partidistas, sectarios y de clase, la clase política.

La partidocracia podrá aliviar temporalmente los rigores de la crisis económica; podrá generar vanas esperanzas con las que mitigar el miedo pánico que hoy atenaza a los ciudadanos. Pero no podrá ocultar indefinidamente la crisis política e institucional que hoy intenta enmascarar y que pronto avocará, necesariamente, a la apertura de un periodo de Libertad constituyente para poner fin a la impostura partidocrática; periodo en el que entre todos pondremos los medios políticos e institucionales que nos permitan acometer el futuro sin el lastre retardatario de los espurios intereses de los partidos de Estado y de la ideología socialdemócrata y antisoviética sobre los que se sustentó la partidocracia.

Se abría entonces un nuevo ciclo histórico, el de la Democracia representativa, directa y mayoritaria; el de la Libertad colectiva y la efectiva y real separación de poderes desde el origen mismo del poder, la voluntad política de cada ciudadano que prevalecerá sobre cualquier otro interés.

Fotografía de Portland Independence Media Center

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