(Foto: pedrorocha) El aire de la ciudad Ilustres pensadores han sostenido que la relación que media entre el campo (seno de la barbarie o salvajismo) y la ciudad (la civilización nace en perímetros urbanos reducidos) es equiparable a la de la Naturaleza con la Cultura. Los escrúpulos al respecto del autor de la Rebelión de las masas, le llevaban a clamar contra el cielo: “en la ciudad la lluvia es repugnante” porque supone una invasión natural de un recinto construido para alejar “lo cósmico y primario”. Pero la imperante urbanización de hoy en día ya no permite la existencia de hombres campesinos que sean todavía vegetales, como decía Ortega.   Otro lugar común ha sido el de creer que los civilizados hablan y los bárbaros se callan: con el lenguaje el hombre civilizado se expresa y define, mientras la violencia es silenciosa. El uso de estas palabras es engañoso, no sólo porque “civilizado” quiso decir casi siempre “nosotros” frente a “los demás”, que son los bárbaros, sino también porque fueron adquiriendo un sentido exculpatorio: como si la brutalidad y el terror fuesen ajenos a la civilización.   Con el solipsismo reinante ya no hay lugar para el ágora o la conversación en el espacio público; en la megápolis nos aglomeramos en los centros comerciales para saciar la sed de consumo material y en los estadios deportivos para librarnos pasajeramente de la frustración interior. La vida moderna, tan llena de comodidades en tantos aspectos superficiales, se hace profundamente inhóspita, con el ruido por doquier, el estrés, la agresividad y la descortesía, la prisa por llegar a unos trabajos y negocios, que la mayoría, a juzgar por sus semblantes, detesta.   Cuando se mira alrededor y no se ve más que a individuos de rostros herméticos, movimientos apresurados, y gestos mecánicos, comprobamos que los hombres también segregan inhumanidad. Nunca estuvieron éstos, con el hacinamiento urbano, tan juntos y, sin embargo, en su aislamiento o reclusión interior, tan alejados unos de los otros. Podemos enterarnos de lo que sucede en el confín más remoto del planeta pero difícilmente hallaremos un amigo o compañero con el que compartir nuestras alegrías o poder hablar de nuestras preocupaciones. Esta multitud no está destinada a consumar la revolución global de la igualdad que anuncian Antonio Negri y Michael Hardt en su obra “Imperio”, ni tampoco parece que el aire contaminado de la ciudad haga libre a nadie.

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