“Lo que se está haciendo con esta legislación abortista es destruir a la juventud y una sociedad sin juventud es una sociedad sin futuro”. Así se despidió el cardenal Cañizares de la entrevista que el pasado jueves por la tarde le brindaron desde la emisora episcopal. Y no yerra Don Antonio en el contundente diagnóstico del mal, dejando a un lado el leve detalle de que lo denuncie públicamente con veinticinco años de retraso atribuyendo falazmente su causa.   La legislación sobre el aborto data de 1985. Ya en aquel año, la tasa bruta de natalidad por mil habitantes se había desplomado prácticamente siete puntos respecto a una década antes (todos los cálculos sobre los datos del INE). O sea, era un 36,6% menor que en 1975, y eso sin una ley que permitiera la interrupción voluntaria del embarazo a la que agarrarse. Esta drástica caída de los nacimientos, que culmina en el lapso 1994-2000 con un saldo vegetativo inferior al uno por mil, es un fenómeno intrínsecamente asociado al Régimen del posfranquismo, así como enteramente achacable a su particular apuesta de economía política y postrero reflejo sociocultural.   En 1977, año de las declaradas como primeras elecciones democráticas, había tres menores de dieciséis años por cada dos españoles que rebasaban los cincuenta y cinco años; ya en 1987, hay que buscar el segundo decimal si no se quiere conceder una razón de uno a uno; hoy en día, los mayores de cincuenta y cinco casi doblan a la población infantil del citado tramo de edad.   Cabría preguntarse por qué el señalado ministro de la Iglesia se empeña en ocultar la verdad sobre la cuestión que él mismo presenta tan grave, diluyendo el motivo en particulares legislaciones de un partido, si no es para exonerar con ello a la actual Monarquía que de sobra sabe culpable. Y es que no conviene que el rebaño pueda mirar más allá de la nebulosa ideológica en la que se asienta la Partitocracia, para no poder entonces apreciar cómo ha sido precisamente su poder adquisitivo lo que el Régimen ha tenido a bien sacrificar. Lo demás son sus consecuencias, más o menos encauzadas por la oficial cultura del juancarlismo, y nunca por una “cultura de la muerte” a la que subsidiariamente se invoca.   Cañizares no hace más que unirse al cínico patetismo, en el que muchos se refugian, para no tener que mirar a los ojos al leviatán de pies de engaño que se ha consentido en levantar. Tan sombrío al respecto como Don Benigno Blanco, presidente del FEF, quien ha declarado, refiriéndose a su futura aprobación en el Congreso de los Diputados, que "con libertad de voto la Ley del aborto no saldría adelante"; reconociendo sin tapujos el hecho de que sus señorías carecen de ella, cosa que además no parece preocuparle para el caso del resto de los asuntos.

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