El grito (Edvard Munch).

Hay autores de daños materiales a la sociedad cuyo blanco de ataque son los Estados o los Gobiernos. En estos casos los agresores plantean un desafío al monopolio de la fuerza del Estado. Para combatirlos los Gobiernos optan entre dos formas de defensa, cada una con consecuencias diferentes, como vemos enseguida:

Cuando el Gobierno desafiado induce miedo en la sociedad civil, este miedo hace que una parte considerable de ella busque depender del Estado. Y si, por el contrario, quienes tienen el poder no introducen miedo, en la sociedad no se presenta tendencia alguna hacia la dependencia del Estado.

Muchos son los males que el Estado combate para mantener su monopolio del uso de la fuerza en la sociedad, pero es la observación del fenómeno del terrorismo la que permite ver con mayor claridad que el miedo no proviene del ataque sino de una determinada clase de reacción al ataque. Los que tienen el poder del Estado dicen que en este caso la causa del perjuicio son los terroristas y que, para tranquilidad de la población, el Estado va a eliminar o reducir a la impotencia. Para cumplir con este fin, ante un atentado, ordenan a las unidades de fuerza pública que apliquen ésta sobre los responsables del acto, y que los entreguen a las autoridades judiciales.

Pero, al mismo tiempo que dan las órdenes a la fuerza pública, los jefes del poder ejecutivo, con muy pocas excepciones, emiten mensajes a los gobernados sobre el peligro que, supuestamente, los amenaza, utilizando un vocabulario exaltado que hace ver a los terroristas como seres con una perversidad y capacidad letal extraordinarias. De esta manera, la población que, por lo general, no estaba atemorizada, comienza a tener miedo.

En realidad, el terrorismo muy pocas veces causa temor en las poblaciones, pues lo único que despierta en éstas es consternación e indignación. Es la reacción de los Gobiernos ante los actos de terrorismo los que producen miedo en las comunidades, o la que lo potencia si algo de él existía. Por eso, el objetivo inmediato de los terroristas no es amedrentarlas, sino hacer reaccionar a los jefes de Gobierno de tal manera que éstos, a través de su torpeza habitual, sean los que las atemoricen por ellos.

Una vez así atemorizada una sociedad, el terrorismo puede comenzar a cosechar los frutos de su victoria, que son los objetivos políticos específicos, que arranca de los que tienen el poder del Estado. Y las acciones de la fuerza pública ya se vuelven irrelevantes, pues lo que el terrorismo buscaba ya se ha cumplido, incluso antes de que esa fuerza comenzara a ejecutar sus operaciones.

Mas, con frecuencia, cuando la sociedad es atemorizada por el terrorismo, vía su propio Gobierno, ella puede ser usada en forma repetida para la obtención de nuevos y variados fines políticos, que pudieran concebir los agresores.

Después del triunfo del terrorismo frente al Estado, los que a éste dirigen, con la finalidad de ser más eficaces en su lucha contra aquél, restringen o suprimen, bajo ciertas condiciones, algunas libertades, tales como la de circulación, reunión o expresión. Con esto, los ineptos gobernantes que ya han fracasado en su lucha por conjurar la fuente del peligro para la sociedad, esperan deshacerse de las cortapisas que les ha impedido aplicar aún mayor cantidad de fuerza física a la solución de su problema.

Con frecuencia, las medidas restrictivas de las libertades se vuelven costumbres al olvidarse la fuente de su origen. Por eso, cuando alguien que sea avisado observa acciones de la fuerza pública que no tienen ningún sentido, como inspecciones policiales rutinarias sobre las personas en las vías públicas, sin que haya ninguna posibilidad de comisión de delito o hecho que cause perjuicio público a la vista, puede darse cuenta de que en el pasado ahí ha habido un fracaso del Estado en su lucha contra una o varias amenazas sobre la sociedad.

Si la amenaza, el miedo, las medidas restrictivas de las libertades y la aplicación de la fuerza aún persisten después de años o décadas de haber ocurrido por la primera vez, significa que los agentes que buscan fines políticos con la amenaza aún están activos y arrancando concesiones de los que dirigen el Estado. Pero el elemento principal y esencial de este cóctel es el miedo, pues sin él los autores de las amenazas nada tendrían que ganar y hace mucho que habrían renunciado a ellas.

Por consiguiente, cuando los jefes de los Gobiernos descubren que sin miedo de la sociedad ninguna clase de terrorismo puede subsistir, ante cualquier amenaza de esta clase deberían dejar de reaccionar como lo hacen. Es decir, deberían abstenerse de calificar a los agentes del terrorismo como amenazas excepcionales de producción de daño a la sociedad, pues la fuente del miedo es esa reacción, no el terrorista ni su acto en sí mismos.

A decir verdad, ni los actos de terrorismo ni las acciones del Estado contra ellos deberían ser diferenciados de los otros hechos delictivos y la lucha estatal contra estos. No hay razón para hacerlo. Es más, hay muchos agentes que cometen delitos comunes muy dañinos contra la sociedad, y que producen consternación e indignación, en vez de miedo. Pero si el Estado falla en el cumplimiento de su función de perseguir adecuadamente el delito, la indignación social se vuelca contra los que ejercen el poder y, poco después, la ley del más fuerte comienza a imponerse en substitución del Estado.

Cabe preguntarse entonces, ¿por qué si los que gobiernan saben o deberían saber que es el miedo el factor del éxito del terrorismo, reaccionan ellos de aquélla habitual manera? Parece que la respuesta es que esa reacción casi siempre se presenta porque ellos no saben que la misma es la que causa el miedo. En esta categoría se encuentra, por ejemplo, el mandatario colombiano entre el 2002 y el 2010, Álvaro Uribe, que se refería a las guerrillas y grupos violentos que perseguían fines políticos con un lenguaje exagerado, que daba proporciones fuera de límites a la capacidad malhechora de estos actores. Él lo hacía por imitación del entonces presidente de los Estados Unidos George W. Bush, quien por ineptitud y falta de inteligencia, ante los atentados del 11 de septiembre de 2001 adoptó un discurso exaltado contra los autores de ese terrorismo.

Afortunadamente para los colombianos, Álvaro Uribe era un presidente competente y hábil, que a pesar de su erróneo discurso supo combatir y neutralizar eficientemente a los violentos. Por eso, durante ese periodo la sociedad colombiana no tuvo miedo. En cambio, en los Estados Unidos una parte de la sociedad americana, que hasta entonces había sido serena y desprevenida, se volvió insegura y desconfiada, por el miedo introducido por la oratoria torpe del presidente Bush.

El miedo de esa parte de la sociedad norteamericana, junto con la inseguridad y la desconfianza que su miedo le produjeron, han llevado a este grupo poblacional a cambiar su tradicional forma de pensar y sentir. Si hace veinte años era inconcebible la idea de que un grupo apreciable de americanos quisiera tan siquiera aceptar el amparo de un cheque estatal bisemanal de desempleo, ante una calamidad pública, por un periodo prolongado, hoy es casi la mitad de la población americana la que busca ese amparo, ante el temor que siente de la amenaza del coronavirus.

Asimismo, si antes era inimaginable que una cantidad apreciable de americanos celebrara que las corporaciones más ricas del mundo suprimieran la expresión de otros americanos, hoy casi la mitad de los mismos estadounidenses que antes criticaban con acerbidad el poder corporativo, aplauden que Facebook, Amazon y Google eliminen los mensajes de la otra mitad de estadounidenses. Tienen miedo de que esos mensajes echen a perder la democracia americana. Se han vuelto incautos y creen todo lo que el establecimiento, la gran prensa televisiva, hablada o escrita, los que les prometen un cheque periódico o el doctor Fauci les digan.

El miedo inducido desde el poder arruina el valor personal y hace que masas enormes de población se entreguen a supuestos protectores que prometen suprimir la amenaza. Perdido el coraje, esas poblaciones pueden no solamente permitir que los Estados se vuelvan totalitarios, sino que ellas pueden urgir que eso sean y, finalmente, pueden quedar a merced no solamente de los que mandan, sino de los dineros y organizaciones de los aliados de los que mandan.

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