Mitin de Alfonso Guerra en Gijón (foto: Federación Socialista Asturiana)   Alfonsearse   Quizá el señor Guerra esté lamentando sus propias palabras: adolecieron de la necedad de lo innecesario. Otra cosa son sus celebradas invectivas contra los adversarios, ese gracejo con que siempre ha zaherido a los jefes de la derecha estatal. En tales ocasiones sí ha contado con la complicidad de unos correligionarios que reventaban de risa con aquello del “tahúr del Mississippi” o lo del “mariposón”. Sin embargo, su alusión a “la señorita Trini” no ha causado la menor gracia en el seno del PSOE, indignando a “las compañeras”, que han tildado de anacrónico el verbo florido de don Alfonso.   En los sainetes de las corralas mitinescas es donde este frustrado actor maneja a su antojo los clichés y la simplificación intelectual propia de las comedias. En ese teatrillo de marionetas se explaya la vanidad de su atrevida ignorancia: “los tontos se meten corriendo en sitios en que los ángeles titubean antes de pisar” (Alexander Pope).   En las campañas electorales, suele achacarse al señor Guerra la impertinencia de sus peroratas, pero pocos han reparado en la forzosa sinceridad consigo mismo, en la naturalidad de su forma reflexiva de hablar. Lo que    en    los   demás   requiere   esfuerzo   y meditación, en él resulta simple y espontánea manifestación de su mismidad. Como expresión literaria, su verbo sevillano supera a las mejores piezas de un género inventado en el siglo de oro por los estudiantes de la Universidad de Alcalá de Henares.   En el Colegio Mayor de San Idelfonso se dispensó a los escolares de la necesidad de ser apadrinados por un doctor para exponer, en acto solemne, sus tesis. La inconsistencia de estas extravagantes disquisiciones creó una forma de retórica llamada “alfonsina”. El nuevo género se popularizó tanto que dio lugar a la invención del verbo reflexivo “alfonsearse”, con el mismo significado del actual “cachondearse”.   Por su personalísima recuperación de esta escolar alfonsina, y para hacer justicia a la genuina autenticidad de su discurso permitiéndole alfonsearse de todo y de todos, sin temor a las reacciones de propios y extraños, el ex vicepresidente debería ocupar un sillón en la Real Academia, apadrinado por Cebrián, Pérez Reverte y Marías (entre otras relevantes figuras que han convertido el paisaje cultural español en una ciénaga), y así contribuir a dar lustre a la lengua viperina.

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