Dado el carácter congénito de la diferencia de intereses que entretejen la trama y urdimbre de la sociedad civil, no hay punto de coincidencia armoniosa y duradera que permita traducir en unidad política la divergencia social. Solamente en casos de peligro común (guerra exterior o secesión interior), y mientras el riesgo dure, la unidad nacional de la sociedad deja de operar inconscientemente como categoría histórica, transformándose en valor político consciente de su existencia.

Fuera de esos contextos anormales, la unidad nacional no puede ser lícitamente invocada como principio fundador de acciones políticas unitarias, como hacen las agrupaciones nacionalistas, puesto que tal unidad no es resultado de una supuesta voluntad colectiva, sino presupuesto histórico de la existencia social. Y un presupuesto no se transforma, sin coacción, en finalidad.

Se podría pensar que la libertad y la igualdad, al ser valores espirituales que trascienden la parcialidad egoísta de los intereses materiales, podrían fundar tipos de unidad política que gozaran de aquiescencia general. Pero sucede que la política, en tanto que relación de poder encuadrada en escenarios conflictivos, necesita utilizar los valores morales como instrumentos de dominación del todo social por una de sus partes. Y para ello ha de convertirlos en ideologías. En consecuencia, hay tantas concepciones de unidad política como ideologías egotistas. Y éstas, creyéndose portadoras de verdades universales, tienden a tipos de unidad totalitaria.

En este aspecto no había diferencias esenciales entre las distintas ideologías. Las tendencias uniformadoras del nacionalismo y del comunismo se hicieron patentes en sus acciones de conquista del Estado, para transformarlo en totalitario. Pero esa tendencia también existía, aunque disimulada, en las ideologías liberales y socialistas que confiaron la uniformidad social a la longa mano invisible del mercado o a la intervención estatal en la economía y la cultura de la sociedad civil, que son asuntos distintos e independientes de la indispensable asistencia social del Estado.

Las ideologías gozaron de aceptación por su justificación en un pacto ficticio de sujeción a un soberano que impidiera al hombre ser lobo para el hombre (Hobbes); en un contrato social para pasar del estado de naturaleza al de civilización, haciendo soberano al pueblo (Rousseau); en un retorno al comunismo de la igualdad primigenia, mediante la supresión de la propiedad privada de los medios de producción (Marx); en un tratado de paz que trasformó, mediante el lenguaje, las metáforas intuitivas del mundo, en palabras designativas de las cosas en sí y en conceptos tautológicos que crean voluntad de ilusión (Nietzsche); o en una ficción universal que considera el conocimiento pragmático del mundo “como si” fuera la verdad (Vaihinger).

Todo ese imponente edificio conceptual se derrumbó con la onda expansiva del horror bélico y la fría crueldad de los holocaustos. Y del mimo modo que la población alemana acarreaba materiales del derribo bélico para la reconstrucción de sus ciudades, el pragmatismo americano reconstruyó la vida política europea, en el Estado de Partidos, con materiales ideológicos y humanos procedentes del desecho. Una nueva idea de unidad política, la del consenso, creaba ilusión de libertad sustituyendo el partido único por la estatalización de todos los partidos. La ficción de pluralismo político se traducía así en relativismo cultural y escepticismo moral. Y la guerra fría consolidó el invento.

Ante la crisis irreversible del Estado de Partidos, la corrupción como sistema y el desprestigio absoluto de los partidos estatales, se abre camino la conciencia de la necesidad de un nuevo concepto de unidad política no ideológica que, en consecuencia, no tienda al totalitarismo. Lo que solo es posible si la unidad se concibe como modo de lograr la identidad entre verdad y libertad, en la relación de poder entre gobernantes y gobernados.

El hallazgo de ese modo de unidad monádica, orientado al logro de la identidad verdad-libertad en la inteligencia del tercio laocrático de la sociedad, no está naturalmente al alcance de las voluntades de poder expresadas en ideologías de partido y en organizaciones de agregados mecánicos o de células orgánicas.

La gran dificultad que presenta la definición de ese tipo de unidad vinculante, pero no ideológica ni egotista, está en el hecho de que carece de antecedentes experimentados y, por tratar de conseguir la identidad social de verdad y libertad, no puede acudir el criterio aritmético de que la unión hace la fuerza. Pues quien busca la fuerza, como los partidos y sindicatos, podrá dotarse de aparatos de coacción, pero jamás encontrará con ella la verdad-libertad.

La dificultad puede superarse, no obstante, si el modo de unidad política se induce de su finalidad constituyente de la libertad política, mediante el método retrodictivo, y si la unidad de la inteligencia social, capaz de percibir la identidad verdad-libertad, no proviene de una adhesión de individuos a una voluntad colectiva, ni de un compromiso personal, sino de un vinculo sustancial de la personalidad con la lealtad natural a la verdad y la libertad colectivas.

Tanto el método retrodictivo, como el vínculo sustancial con la lealtad, vienen impuestos por la modalidad del referéndum constituyente de la libertad política. Que, para no ser plebiscito autoritario, ha de consistir en la elección libre por los gobernados entre las opciones constitucionales, sobre forma de Estado y de Gobierno, que se formulen y propongan desde la sociedad civil.

Si la Monarquía queda excluida por los acontecimientos, esas opciones serían: República de Partidos, República Federal y República Constitucional. Pues solo esas tres posibilidades políticas tienen virtualidades sociales de realización. La restauración de la II República es una fantasía reaccionaria.

Bajo esta hipótesis, definiremos el modo de unidad política que vinculará sustancialmente al Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional (MCRC) y finalmente, en virtud del principio de homogeneidad, a la sociedad política española.

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