Argumento falaz: “Hay libertades políticas, individuales y colectivas, privadas y públicas, porque el pueblo elige y depone libremente a sus gobernantes en elecciones legislativas y los jueces son independientes”.

El pueblo es una abstracción a la que recurre el discurso del poder estatal, para hacerlo sujeto imaginario de la acción política, cuando una parte pequeña del mismo puede imponer su voluntad al resto, como si fuera la voluntad del todo. No ha existido nunca peor definición científica de la democracia, ni mejor expresión demagógica de la misma, que la de Lincoln (“del, por y para el pueblo”). Un pueblo numeroso no puede gobernarse a sí mismo. La democracia directa o plebiscitaria es de realización imposible en los Estados modernos y en las comunidades extensas.

Y solamente puede existir democracia representativa si el sistema político cumple estos dos requisitos formales: a) los gobernantes son elegidos libre y directamente por el cuerpo electoral de los gobernados; b) los representantes de ese electorado, reunidos en la asamblea legislativa, no intervienen para nada en la elección del gobierno. En Europa no hay, pues, democracia política. Incluso en Francia, el Presidente del Poder ejecutivo, elegido en sufragio directo, ha de someter a la Asamblea legislativa la aprobación de su programa y equipo de Gobierno.

Si al gobierno, o a su jefe, lo elige la asamblea legislativa, sucede lo que previó la maravillosa ciencia de mecánica política de Montesquieu: “si el poder ejecutivo fuera confiado a cierto número de personas sacadas del cuerpo legislativo, no habría ya libertad, porque los dos poderes estarían unidos”, y “cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo están reunidos no hay libertad, porque se puede temer que… hagan leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente” (El Espíritu de las Leyes, Libro XI, 1748).

Desde la Revolución Francesa, las clases intelectuales, integradas en el poder legislativo, han sido temerosas de no ser ellas las que hagan y deshagan los gobiernos. La envidia inherente a la mediocridad intelectual y el miedo de la burguesía ilustrada a que el populacho participe en la elección de la máxima Magistratura, han sido causa y fin de los regímenes parlamentarios. Y aunque el Estado de Partidos liquidó el parlamentarismo, dejó intacto el poder de la mediocridad y el miedo a la libertad en los dirigentes de partido, para que esos vicios de la inseguridad personal impidieran la fortaleza de un poder autónomo en la Jefatura del Estado. El ideal de la mezquindad gobernante es un Monarca de mera representación.

Desde que a Rousseau se le ocurrió la fantasía de hacer soberano al pueblo, los mayores crímenes de la humanidad se cometen en su nombre. Cuando la soberanía popular aun no había nacido, se pudo pensar que la excusa del crimen político era la libertad. Así lo gritó desesperada Madame Rolland. Durante siglo y medio de soberanía parlamentaria no asomó el peligro de que en nombre del pueblo se legitimaran los desvaríos criminales de los gobiernos. Pero tan pronto como la guerra mundial dejó al parlamentarismo en el arcén de la historia, el Estado de Partidos se apoderó del mito de la soberanía popular, para simular que lo encarna mediante su identificación con el pueblo.

Los medios de comunicación ignoran en España la doctrina oficial del Estado de Partidos: “Así como en la democracia plebiscitaria la voluntad de la mayoría de ciudadanos activos se identifica con la voluntad general del pueblo, en la democracia de partidos la voluntad de la mayoría de ellos se identifica con la voluntad general, que solo nace en virtud del principio de identidad (partido y pueblo), sin mezcla de elementos estructurales de representación” (Leibholz, Presidente del TC de Bonn).

¡La voluntad de la mayoría de partidos se identifica con la voluntad general del pueblo, sin mezcla de elementos de representación! Esta es la doctrina oficial de la Monarquía de Partidos. Todos los crímenes y corrupciones de los Partidos son, pues, crímenes y corrupciones del pueblo, no porque éste se considere representado por ellos, sino porque tiene la misma identidad. Esa es la infamia que recae sobre la sociedad civil en cada acto criminal del consenso monárquico. Y la inmensa mayoría de españoles lo tolera.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí