Mi reflexión anterior sobre la sociedad del “como sí“, esa que debe guardar a toda costa las apariencias, ha sido cabalmente comprendida en el seno del Movimiento Ciudadano por la República Constitucional. Pero mi denuncia de la falsedad del sistema monárquico podría ser entendida, a sensu contrario, como una reivindicación republicana de la necesidad de verdad, entendida como correspondencia especular entre la sociedad civil y la sociedad política, entre lo privado y lo público. Lo cual está muy lejos de mi pensamiento. Pues esa pretensión solo es propia de los sistemas totalitarios, como hace años lo puso de relieve Hannah Arendt.

La sociedad política no puede ser espejo de la civil, tanto por la naturaleza voluntaria de su formación en partidos políticos y medios forjadores de la opinión pública, como por la distinta función de ambas sociedades. Del mismo modo que el mandato representativo no exige, en el derecho privado, que el representante sea un fiel reflejo del representado, sino un simple portavoz y ejecutor de su voluntad, la sociedad política tampoco debe aspirar a ser verdadera por su exacta correspondencia con la civil. Las diferencias entre representación y representatividad, de un lado, y entre lo real y lo simbólico, de otro, explican la clase de verdad que los ciudadanos pueden ver realizada en la “res publica“.

Un sistema político es verdadero, aunque no sea justo, si cumple dos requisitos primordiales: ser representativo de la sociedad civil y no ser simbólico -como el arte modernitario- de otros símbolos abstractos (pueblo, nación, comunidad, monarquía, república), sino de realidades concretas o susceptibles de ser concretadas (electores, cuerpo electoral, gobernados). Los símbolos de otro símbolo, legítimos en las instituciones litúrgicas, renuevan el automatismo sentimental de los nacionalismos y demás demagogias.

El primer requisito es condición esencial de legitimidad de la clase política y los órganos de formación de la opinión pública. En el Estado de Partidos falta este requisito. El consenso, el como sí y la salvaguarda de las apariencias, hacen falso el sistema político. El segundo requisito, no ser simbólica de otros símbolos, es condición existencial de una Constitución democrática. Es decir, el sistema político ha de ser representativo de la sociedad civil y de todos sus sectores sociales. El sistema de gobierno, tanto en su dimensión ejecutiva como en la legislativa, debe ser representante de los electores en virtud de mandato imperativo y revocable.

La Constitución de la Monarquía de Partidos no es real, sino una ficción infantiloide del como si, porque lo único que constituye es un símbolo de otros símbolos contradictorios. ¡Monarquía simbólica de cuatro simbólicas soberanías: la soberana, la popular, la nacional y la parlamentaria! Tanta palabrería para esconder que no hay más soberanía que la del jefe del partido estatal gobernante. Y tampoco puede la monarquía llegar a ser democrática por vía de reforma, porque el concepto de soberanía implica el de su indivisibilidad, mientras que la democracia nace y se basa en la división de la soberanía estatal.

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