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RAÚL CEJUDO GONZÁLEZ

Los rusos son los europeos menos hipócritas. Esto llega al extremo de no sonreír por cortesía y hacerlo solamente si hay motivo para ello. La sonrisa social no se estila en Rusia. Lo mismo cabe decir acerca de la risa o la franca carcajada; un ruso se reirá siempre que algo le haga gracia: un chiste, un comentario jocoso, una situación absurda; pero no lo hará si la situación lo deja indiferente. Se suele decir que son tan fríos como su duro clima, pero esto no es cierto. Su alma está siempre presta a reaccionar con emoción. En España se da mucho esa risa nerviosa ante cualquier comentario que se escuche, bien sea para halagar los oídos del que habla, porque no se ha entendido bien lo escuchado, o por simple estupidez, a veces. Los rusos no hacen ese tipo de concesiones. No se adula al otro para caer bien. Se respetan más entre sí como para caer en este absurdo vicio.

Otro botón de muestra lo constituye la facilidad para decir “no”. A diferencia de España y de otros países occidentales, en especial de Estados Unidos, cuando no les interesa algo y quieren rechazarlo saben decir “no” sin ningún tipo de complejo. No,  simplemente no. Y no pasa nada, no se hunde el mundo. Cómo agradezco ese “no” cuando de verdad me interesa saber si les gusta algo o no, si les apetece hacer algo o no, si han entendido o no, etc. En España, con tal de no pronunciar este pobre adverbio de dos letras, tan sencillo, se recurre a rodeos interminables; muchos se introducen en una espiral de excusas y de medias verdades que les lleva a no poder después salir del laberinto que ellos mismos han construido.

No conozco a un pueblo que critique más a su propio país, aun amándolo intensamente. Pero lo hacen precisamente porque no son hipócritas y no pueden alabar ni defender lo que es censurable. Incluso los eslavófilos más recalcitrantes, como el genial Fiódor M. Dostoyevski (mi escritor favorito) señalaban los errores del país y de sus habitantes. La literatura clásica rusa, siempre magistral, es una buena muestra de lo mal vista que está la hipocresía en la Rus. Cuando empezó a haber hipocresía (bien que no libre, sino impuesto por las circunstancias y el terror) en la época soviética, la literatura rusa cayó en picado, se hundió en un lodazal del que todavía no ha podido recuperarse. La Asociación de Escritores Soviética, brazo literario del poder bolchevique, vigilaba y fiscalizaba la prosa de las mejores plumas del país. En pocos años, hasta los más firmes defensores y entusiastas de la Revolución de Lenin, tuvieron que rendirse a la evidencia de que la construcción del comunismo conllevaba la anulación del alma libre que todo escritor tiene, si es en verdad escritor de raza. El talentoso Mayakovski terminó descerrajándose un tiro cuando entendió a quiénes había entregado su vida, su alma y su genio. Muchos resistieron y no se plegaron a las instrucciones del poder, acerca de escribir solo sobre el realismo socialista; lo pagaron con la vida o con el ostracismo más completo. Y justo la literatura de estos es la que se sigue leyendo, la que gusta, la que interesa, la que es pura, la que no finge, la que no adula o la que no es. En fin, hipócrita. Sacrificaron sus vidas porque no podían fingir su arte; no podían escribir lo que otros querían que fuera escrito.

La esperanza de Europa está, como ha estado todos estos siglos, en Rusia. Directos, claros, sinceros, respetuosos y humanos (humanos hasta el desgarro o la locura más suicida).

Los rusos: un pueblo que merece la pena conocer y con el que se es, desde la Europa de los mercaderes, muy injusto.

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