En esta España del 19 superviven dos supremacismos del XIX: el vasco, trágico en números redondos, y el catalán, final y tragicómico: trágico en sus efectos, pero cómico en sus causas.
Pompeyo Gener (“yo era rico y no encontraba a nadie que supiera más que yo”) es un supremacista atmosférico: cree que un oxígeno que él respira en Barcelona lo hace superior a los cretinos que respiramos en Madrid.
–El aire de Madrid es pobre en oxígeno, especialmente ozonizado. Así la raza decae, y hasta la estatura mengua al cabo de algunas generaciones.
Torra Pla, con su aire al Canijo de “Érase una vez el hombre”, es un supremacista racial: cree que el catalán es genéticamente superior a los demás españoles.
Y el Barça de Vázquez Montalbán es “més que un club” como Rivera y Valls (o como Girauta y Toni Roldán) son “més” que Abascal y Ortega Lara. ¿Por qué? Por el supremacismo moral que da Barcelona y no Burgos.
Aplicado a su idea de democracia, que es la orgánica, ese supremacismo moral se manifiesta en el establecimiento de “cordones sanitarios” contra quienes no piensen como ellos, un invento del señor padre de Proust para aislar de la peste a las ciudades. Los apestados, como los fascistas, o como el infierno sartreano, siempre son los otros, y a esto se reduce la quincallería cultural que nos trae de Francia el “galo” Valls, martillo de gitanos dálmatas como ministro de Hollande (¡de Hollande, no de De Gaulle!) y martillo de herejes socialdemócratas como alcaldable de Rivera. Ayuno de lo que es democracia y ahíto de lo que lo parece, su “regeneración democrática” pasa por… “pactos de Estado entre constitucionalistas”. La democracia sólo es una forma de gobierno, pero en Valls se convierte en una forma de Estado. ¿Qué Estado? Lo mismo da. Él juró por la República francesa y jurará por la Monarquía española, pues el objetivo es la “résistance”. Es un hércules macroní (de Macron) llamado a limpiar los establos de Augías de la corrompida política fascista.

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