En la escuela, los niños eligen anualmente un delegado de clase para que les represente en las reuniones del consejo escolar o en cualquier otra institución educativa superior. Recuerdo perfectamente el proceso de elección, que se hacía a la vista de todo el mundo. Todos podían votar y cualquiera tenía derecho a presentarse como candidato. Dudo que lo hubiéramos aceptado de otra forma. Arrancábamos un trozo de papel y escribíamos un nombre, después alguien recorría los pupitres con una bolsa de tela o una gorra para recoger los votos y finalmente se hacía un recuento a viva voz. El más votado se convertía en el representante de la clase.

El mecanismo podría ser de muchas otras formas, pero ninguna sería más sencilla. Ahora bien, imaginemos una clase en que el profesor nombra a cinco alumnos que él quiera y los invita a salir a la tarima. A continuación, le dice al resto: «hoy vamos a votar delegado y para ello debéis elegir entre estos cinco niños que están aquí de pie». Los demás arrancan tiras de papel, escriben el nombre de uno de los cinco niños y finalmente se hace el recuento del que sale un vencedor. Pasa un año y, en el curso siguiente, casi todos los alumnos de aquella clase vuelven a coincidir. El primer día se vuelve a organizar la elección de delegado de curso y los niños que fueron candidatos el año anterior vuelven a salir a la tarima. Uno de aquellos cinco se ha cambiado de colegio así que el profesor se reúne con los otros cuatro y les otorga el poder para incorporar a un nuevo candidato. Después de un par de minutos de discusión en voz baja, deciden sacar a la palestra a un niño que les cae bastante bien porque les deja jugar con los muñecos de su colección de Pokemon. Una vez que la clase ya cuenta con sus cinco candidatos, el resto de los niños vuelve a arrancar pedazos de papel para elegir a uno de ellos. Es muy posible que, en el transcurso de aquel año, los candidatos agranden su popularidad y no faltarán amigos que les inviten a jugar a sus videojuegos o que quieran llevárselos a casa para peinar muñecas.

Todo este artificioso arreglo para constituir una entidad escolar básica que ningún padre aceptaría por su insensatez es el que rige el establecimiento de las instituciones políticas en casi todos los países de Europa y América. En un sistema representativo y democrático, el voto es un acuerdo entre personas libres. En cambio, en el ejemplo anterior, el voto es la respuesta resignada a la ansiedad de un grupo privilegiado. Quien detenta privilegios se sostiene en la incertidumbre porque vive al lado de un grupo mucho más numeroso, que tiene una fuerza más que suficiente para aniquilarlo. Por eso, las elecciones organizadas por una oligarquía no son un festival de acuerdos entre representantes y representados sino un mecanismo para sondear el aguante del pueblo y por lo tanto tienen mucho en común con un referéndum organizado por un dictador.

La lucha por una verdadera representación política se traduce en algo tan simple como permitir que cualquier alumno pueda ser delegado de clase. Sin embargo, la vida política publicada genera una parafernalia tan apabullante de debates televisivos, noticias irrelevantes, formulismos y expresiones sin sentido, que la claridad de nuestros problemas se desvanece. El monarca de la Edad Media era protegido por el misterio de la religión. Hoy en día nadie está dispuesto a aceptar un gobernante con la garantía de ningún misterio, pero sí con la del sucedáneo de la confusión pública.

En La Flauta Mágica de Mozart y Schikaneder se oye una idea extraña en el género operístico. El coro canta al final del primer acto, a punto de producirse el rito iniciático: «Cuando la virtud y la justicia rocíen con gloria el largo camino, entonces la Tierra se convertirá en un paraíso y los mortales igualarán a los dioses». El que canta es un grupo de personas cuya ambición es el conocimiento y la verdad, que son los caminos para convertirse en un dios. Pero es que estas palabras no son un capricho poético. Cuando un periodista escribe «la democracia se hace grande en base al reconocimiento del otro» se trata de un capricho poético de la más baja estofa y afortunadamente aquí se trata de algo muy diferente. La mentira tiene la intención de proteger a quien miente contra un poder superior. Da igual quién la ejerza, quien miente pasa a una posición de inferioridad: el gobernante miente a la multitud que podría acabar con él, el periodista miente para no perder su trabajo, el hijo adolescente miente por la preocupación de su madre, el marido miente a su mujer, el contribuyente al encuestador. El que miente tiene miedo porque respeta el poder o los caprichos de los otros, lo hace para defenderse de personas o instituciones que dominan su voluntad y su pensamiento, que pueden ejercer represalias sobre todo aquel que no se someta a ciertas ideas y costumbres. Con la mentira uno no solo es inferior, sino que exhibe y acepta su inferioridad. Por el contrario, quien dice la verdad en una situación comprometida es valiente porque está dispuesto a asumir las represalias. Más allá de la valentía, el uso intransigente de la verdad proviene de la conciencia de que no hay un poder superior porque ninguno de los agravios que la verdad trae consigo constituye un verdadero daño. En ese caso, la valentía ni siquiera es ya necesaria.

El filósofo político García-Trevijano conoció a los autores del cambio de régimen y comprobó que los mejores de ellos tan solo eran tipos dominados por ambiciones ordinarias que vivieron atados a su inferioridad comprando pedazos de privilegio a cambio de la potestad sobre sí mismos. Las instituciones creadas sobre esa compraventa son el producto del miedo de los oligarcas, pero la democracia no pasa por el miedo de una minoría sino por la indignación de la mayoría. Hoy, bajo una indignación fingida, es la mayoría la que tiene miedo, teme a sus propios pensamientos, calcula sus palabras para no perder su posición por pequeña que sea y los que no tienen posición que perder evitan la verdad para no quedarse sin amigos. Es la vida sometida al tirano más incompetente que es uno mismo.

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