Antonio García-Trevijano y José Miguel Dominguez Leal

El pasado veintiocho de febrero falleció de manera inesperada D. Antonio García-Trevijano, insigne jurista y pensador político, fundador y presidente del MCRC. Un gigante de su energía y determinación parecía imposible que se muriera, pero la vida es así de frágil y precaria, y pende del hilo sutil de la Parca. Prefiero en esta ocasión hablar de D. Antonio a través de mi experiencia, pues me ha acompañado en diversos momentos de mi perecedera existencia.

Conocí a D. Antonio a través de esos inolvidables debates del programa La clave cuando era un adolescente, y, aunque no era capaz de medir consecuentemente el alcance de sus palabras, quedé magnetizado por esa figura que habla con tanta autoridad sobre “La vida de las abejas” de Maeterlinck. Comentaba yo años después y rememoraba con un amigo, que había venido a pasar temporadas en invierno en la casa de verano de la familia, aquellos programas en su jardín, sin que él ni yo fuéramos tampoco capaces de sondear la profundidad de su mensaje.

Tiempo después D. Antonio reapareció en mi vida en forma de libro, El discurso de la República, libro que devoré, sin ser siquiera entonces capaz de sintetizar su pensamiento, y extraerme completamente del Zeitgeist de la partidocracia ambiente, y sus medios de comunicación. Pero, por así decirlo, la semilla de la sospecha estaba ya sembrada en mi (habría que añadir a D. Antonio a la famosa tríada de maestros de ésta), aunque el libro cayera de mis manos.

Finalmente, en torno a 2012 descubrí en Internet una entrevista a D. Antonio en la que hablaba de la existencia de una radio suya en abierto, Radio Libertad Constituyente. La sintonicé, y su discurso me galvanizó y atrapó de inmediato: todas las piezas encajaban por fin, y ya no pude alejarme mucho de su voz rotunda. Vinieron de seguido más lecturas, y la búsqueda en Cádiz de oyentes y lectores de García-Trevijano.

Conseguimos aglutinar un pequeño grupo que empezó a reunirse con cierta asiduidad, y consideramos necesario trasladar esta iniciativa de formar grupos provinciales y estables a D. Antonio. Entré en contacto con su secretaria y, aprovechando un viaje con mi mujer a Madrid en invierno de 2016, fui invitado con ella a asistir como público a la grabación de una de sus emisiones de radio en su casa de Somosaguas. Para un modesto amante del arte entrar en aquella mansión fue un verdadero choque: ver aquel Donatello colgado en el vestíbulo era más de lo que podía imaginar (luego me dijeron que es su única obra que se encuentra en colección privada), pues aquella vivienda era en sí un museo: las distintas estancias estaban amuebladas y decoradas con piezas de mobiliario, cuadros y esculturas que venían desde la antigua Grecia, hasta, por ejemplo, Dalí; muebles del siglo XVII (este tipo de coleccionismo revela la finura de un verdadero coleccionista de arte), cuadros de la escuela flamenca, del Barroco, del s. XIX -aquel cuadro parece un Fortuny, me acerco, ¡y es un Fortuny!-, aparte de una doble biblioteca en una planta subterránea. Un espacio creado por un especialista en arte para su propio disfrute; algo, sin duda, extraordinario, pero que, con todo, palidecía ante la presencia de D. Antonio, que se encontraba sentado en la mesa de grabación frente a la cristalera, gracias a la que comentaba los colores del día y los sentimientos que le inspiraba -quise yo también ver ese paisaje que había tantas veces oír descrito, y lo fotografié como se puede ver arriba-. Me dio casi vergüenza ofrecerle mi edición en tapa dura de El origen y engrandecimiento de la ciudad de Verona de Torello Saraina que le traía como obsequio y comentamos algo sobre la ciudad, que D. Antonio había visitado. Con un gesto anunció que continuaba la grabación del programa, que escuché con otros invitados sentados en aquel saloncito con vistas al exterior. Era un día de mucho ajetreo, pues había un equipo rodando el documental Maverick sobre la vida de D. Antonio, y preparaban una entrevista con él; por todo lo cual no pude hablar mucho; algunas palabras sobre arte, aunque pude, en cambio, observar su energía infatigable y su concentración absoluta en lo que hacía. Un rato se tumbó en la chaise longue que se ve en la fotografía de abajo, y se adormiló. Pude ver como sólo entonces relajaba la tensión de su barbilla bajo el cobertor que le tendió encima su secretaria. Asimismo, tuve oportunidad de conocer a otros repúblicos por aquellas salas y jardines y me despedí de D. Antonio cuando iniciaba la grabación de una entrevista con Paco Bono para el citado documental.

Volvimos a Madrid en diciembre con Fulgencio del Hierro para asistir a la Primera Asamblea de Repúblicos, que fue la apoteósis de D. Antonio. Se acusa a D. Antonio de soberbia, aunque, en su caso, me parece que se trataba más de rechazo a la falsa modestia de aminorar la expresión de la propia valía. Una anécdota al respecto: señaló en la asamblea por lapsus memoriae que Étienne de la Boétie era amigo de Descartes, y, yo, cuando subí al estrado para que me firmara un ejemplar que había comprado de El discurso de la República, que yo había donado a la biblioteca de mi instituto en su día, le recordé que era Montaigne y no Descartes el amigo; me lo agradeció infinitamente, reflejándolo en la dedicatoria que me hizo. Nada más impropio, pues, de un soberbio pagado de sí mismo.

Lamento, en fin, inmensamente, que se haya vuelto invisible, pues no puedo decir que haya muerto, dado que el virus de la libertad política colectiva que inoculó en mí y en otros mucho más dignos que yo no tiene, afortunadamente, cura, y sólo nos cabe vivir en simbiosis con él, como el protagonista de La montaña mágica, obra que él tanto admiraba.

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