Comencemos diciendo que en la República Constitucional de USA, los presidentes no tienen sesión de investidura, ceremonia feudal quizá apropiada para las partitocracias que sufrimos en Europa pero indigna de una nación que conquistó su libertad tras derrotar al Imperio Británico. Gracias a su propio sacrificio y a la impagable contribución de los Reinos de Francia y España, el pueblo americano ha vivido bajo el régimen político ideado por sus Padres Fundadores, que consagra una efectiva y balanceada separación de poderes y la representación del elector; aspectos de los que evidentemente carecen los Estados de Partidos que rigen el destino de las naciones europeas.

Como decía, allí nadie inviste a nadie sino que se inaugura el mandato presidencial tras ser juramentado por el representante del poder judicial, actuando como testigos los miembros del Congreso y todos los ciudadanos que quieran presenciar tal evento. Se escenifica así el traspaso de la responsabilidad ejecutiva manteniéndose intacto el sistema de gobierno.

No obstante, el asunto no es tan idílico. Pecaríamos de inocentes si pensáramos que los usufructuarios del poder no ansían conservarlo más allá de los arbitrarios límites impuestos por la Ley. La clase política, teórico intermediario entre la sociedad civil y esa monstruosa máquina en la que ha devenido el Estado moderno, realmente tiende a instituirse en casta que parasita a la indefensa sociedad civil sirviéndose de las armas coactivas y adoctrinadoras que se reserva monopolísticamente el Estado. Para que dicho disfrute del poder se perpetúe, debe existir un consenso entre la mayoría de las fuerzas políticas. Así no se cuestionen las bases del sistema de dominación erigido contra el pueblo. Y es contra ese consenso al que Trump ha declarado la guerra aprovechando la tribuna de su discurso inaugural.

La datación de dicho consenso puede situarse tras el fin la Segunda Guerra Mundial. Mientras la casi totalidad de los contendientes se afanaban en retirar los ensangrentados escombros que les había legado el conflicto, USA se encontraba prácticamente indemne y se enfrentaba a la difícil tarea de gestionar la Pax Americana. Mientras que tras la Primera Guerra Mundial, el GOP rechazó la costosa responsabilidad de hacer cumplir el artículo X del Tratado de Versalles, la incontestable derrota del enemigo alemán en este ocasión y el creciente dominio de los partidarios del New Deal en la escena política americana facilitaron que esta vez sí se asumiera el difícil empeño de ejercer de “policía del mundo”.

En los años sucesivos, USA heredó la gestión de los conflictos en los que todavía se empantanaban unas Francia y Reino Unido en decadencia, promovió la creación de la Unión Europea para salvaguardar a las partidocracias que habían surgido tras la derrota de los fascismos y procuró extender al comercio internacional su nuevo ideal de gobernanza.

Mientras el mundo permaneció bajo el condominio imperante durante la Guerra Fría, el consenso fue imperturbable. Eran tiempos en los que o se estaba con la que la mitad que disfrutaba de las más elementales libertades individuales o con la que permanecía presa tras el “telón de acero”, reducida a míseros engranajes del sistema de explotación del “socialismo real”. Más por deméritos propios que por méritos del contrario, el “Imperio del Mal” sucumbió ante la inviabilidad económica del comunismo. Hubiera sido entonces el momento perfecto para replantearse su status de gendarme planetario y de haberlo hecho “revolución conservadora” de Reagan hubiera logrado trascender de la mera retórica a la transformación del orden político que regía sobre la nación americana.

Sin embargo, los compañeros de viaje de la administración Reagan tenían otros planes sobre el rol a desempeñar en el nuevo siglo. En ausencia de contendiente, la potencia americana se transformó en global. La alianza defensiva de la OTAN, en lugar de disolverse tras la extinción de su némesis, pasó a la ofensiva contribuyendo a la destrucción de Yugoslavia y Libia. Providencialmente, los neoconservadores vinieron a legitimar la permanencia del complejo militar-industrial cuando parecía inminente su desmantelamiento. Así, los tecnócratas que medraron gracias a la hipertrofiada burocracia surgida del New Deal encontraron en ellos unos fervientes aliados para la perpetuación del reparto de poder establecido.

Y parecía que nada les detendría. A pesar de la oposición a las guerras desencadenadas bajo Bush II, los medios de propaganda al servicio del Establishment instaron a un desesperanzado pueblo americano para que apoyaran a Obama. Pero ni tan siquiera la genialidad retórica del primer presidente mulato de los USA lograría salvaguardar el consenso por más tiempo.

La crisis del sistema financiero internacional está indisolublemente unida a la de un sistema monetario basado en la moneda-deuda que es actualmente el dólar. Tras la quiebra decretada por Nixon tras acabar con la convertibilidad al oro del dólar, la preponderancia de su divisa se ha basado en su papel como moneda de reserva para saldar los intercambios comerciales internacionales. La pervivencia del Imperio Americano , como ya ocurriera con el Romano siglos antes, iría asociada a la defensa de su moneda y para ello era necesario que siguiera siendo internacionalmente aceptada. Con dicho fin, los tecnócratas de Washington comenzaron a atar a otras naciones con presuntos tratados de “libre comercio”. El FMI, esa institución creada por un agente soviético sobrevivió al orden orquestado en Bretton-Woods para pasar a ser pieza central de Consenso de Washington. Pero como se apuntó antes, el sistema entró en crisis y a casi una década del inicio de la Gran Recesión se vislumbra un nuevo orden que sustituirá al que alumbró la Gran Depresión.

Llegados a este punto, bien podemos detenernos unos momentos en cuestiones nominalistas. Conceptos en apariencia unívocos no son equivalentes a ambos lados del Atlántico. Lo queramos reconocer o no, lo que ha entrado en crisis es el sistema pergeñado por las élites liberales americanas. Hasta a sus más galardonadas consciencias les ha costado reponerse de que alguien ajeno a su círculo fuera a penetrar en los cenáculos del poder. Contra todo pronóstico, con la casi totalidad de los medios periodísticos en su contra y ante la indiferencia o abierta hostilidad de la cúpula del Partido Republicano, Trump triunfó y gracias al sistema de votación indirecta fue electo POTUS.

La oligarquía imperante, amenazada, sólo comienza a movilizar sus fuerzas y es que no puede permitirse que a la victoria electoral le suceda una verdadera “Revolución” que les arrebate el poder. Los tecnócratas liberales y sus guardaespaldas neoconservadores no contemplan que nadie sino ellos puedan velar por los intereses del Pueblo. Y sin embargo, el mensaje populista de Trump ha concitado suficiente apoyo entre el pueblo americano gracias a revivir muchas de las viejas consignas que antaño caracterizaron al GOP. Empezando con su retórica anti-elitista, su defensa del desarrollo de las infraestructuras o las medidas proteccionistas para fortalecer la industria manufacturera nacional. Una apología explícita del “Sistema americano”, ya ideado por el federalista Hamilton, heredado por el partido Whig y defendido por partido republicano de Lincoln, el GOP. Aúna también la prudente y conservadora postura no intervencionista resucitando el espíritu del “American First”. En definitiva, un cóctel que bien mezclado resulta homogéneo, intelectualmente coherente y apetecible para todo aquél que buscara una alternativa a los que ostentan el poder a la sombra del gobierno de turno.

El conservadurismo fue la ideología hegemónica desde la guerra de secesión hasta que cedió el testigo a la era “progresivista” en la que se cimentaron las bases del “Welfare state” y del “Warfare state” americano contemporáneos. Las guerras mundiales y la Gran Depresión consolidaron un proceso ya en marcha. No obstante, toda vuelta a un glorificado pasado está condenada al fracaso. Si Trump y su flamante equipo se mantienen firmes y acometen los cambios radicales que postulan, el orden global liberal habrá llegado a su fin. Urge entonces renegociarlo todo.

La partida dispuesta es tan compleja como el de cualquier época anterior. China emerge de nuevo como potencia tras abjurar de las miserias del socialismo. India también entra en el juego de la economía de mercado haciendo bascular en centro del mundo hacia Oriente nuevamente. Por otra parte, parece que fueron potencias menguantes las que más fuerte apostaron por los candidatos en liza en las pasadas elecciones. Por una parte tenemos a los déspotas wahabitas apoyando a la derrotada candidata del Establishment y por otro a los pretendidos herederos de la Rusia imperial, que no soviética, deseosos de reeditar viejas alianzas con el ya POTUS, procurando al menos las relaciones de buena vecindad como corresponde a dos naciones fronterizas.

Desear que entre los dos estados capaces de exterminar al género humano se establezcan puentes de cooperación es un anhelo que debiera anidar en las mentes de todos. Comparar con Hitler al jefe de Estado ruso no es precisamente una forma diplomática de tratar a un vecino. Muchos son los asuntos que se acumulan en el despacho oval y los expedientes ucraniano y sirio son de los más explosivos que deja Obama. Y por si no hubiera suficientes frentes, los que más amenazados se sienten ante la nueva administración americana se encuentran en la próspera y pacífica Europa. Franceses y alemanes se aprestan a luchar. No debiera extrañarnos, en el inconsciente colectivo la prosperidad europea está asociada al proyecto americano de la Unión Europea y su paz, salvaguardada por la OTAN. Y Trump ha osado cuestionar ambas instituciones.

Trascurrirán los días y podremos analizar las decisiones de la nueva administración. Verificaremos si se quedan en los excesos retóricos que tanto han conmocionado a la intelectualidad liberal a ambos lados del Atlántico o, por el contrario, se arriesgan y procuran establecer un nuevo acuerdo en el concierto internacional que logre salvaguardar los intereses del pueblo americano. Las negociaciones serán arduas y enconadas pero dudo que la mayor oposición resida en Pekín, Berlín, Riad o Moscú. La oposición a Trump, siempre lo ha estado, la tiene dentro de las fronteras de esa gran nación pero decadente imperio que es USA. El complejo militar-industrial y sus propagandistas neocon, los tecnócratas globalistas de las elitistas y liberales universidades americanas, los bancos de Wall Street que detentan su control sobre el dólar y las hordas de manifestantes que los medios de propaganda al servicio de los anteriores poderes ya están comenzando a movilizar.

En definitiva, Trump y su equipo se enfrentan a un esfuerzo titánico si buscan cambios sustanciales en el reparto de poder vigente en Washington. Cometerán errores absurdos y será juzgado con más dureza que sus predecesores. Grandiosas son sus metas y tremendo puede ser su fracaso. Pero alguien que se ha hecho multimillonario en el especulativo negocio inmobiliario, que conoce los riesgos de la bancarrota pero que ha logrado rehacer su fortuna , bien pudiera ser la persona adecuada para esa labor. Si los que conspiran para derrocarlo no tienen éxito, y lo cierto es que hasta ahora ningún POTUS ha sido destituido, Trump tiene cuatro años para lograr convencer a esa “mayoría silenciosa” que podría hacerle revalidar su mandato de forma abrumadora. Si no es el caso, pronostico un estruendoso “you’re fired” como el lema de las próximas presidenciales.

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