Resulta como poco curioso, observar con lupa nuestro comportamiento humano. Existen patrones profundamente arraigados que apenas unos pocos cuestionan y la mayoría puede que perciban, pero sólo a un nivel inconsciente. En este caso me referiré a la confusión que generamos siempre a la hora de diferenciar entre causas y consecuencias, entre causas y síntomas, usando una terminología más médica. Y no de un modo baladí doy entrada al concepto de síntoma. Mi función aquí es solo la de que ustedes mismos busquen paralelismos en nuestro actual régimen de poder y otros campos de la vida como la medicina. Advertencia para los escépticos: los planteamientos que apuntaré aquí, no son opiniones sino verdades científicas con carácter de leyes y que por no ser lugar para extenderme, apenas si esbozaré. Sea labor de cada cual hacerse las preguntas oportunas e indagar en dicho asunto si lo cree pertinente.   Voy a hablarles durante unos pocos párrafos sobre ciertos descubrimientos que se hicieron en el área de la medicina hace más de 30 años y que a pesar de su rigor científico siguen en la sombra, para que después ustedes decidan los paralelismos que esto tiene con este sistema político anclado en la corrupción. Permítanme que los lleve de la mano en estas aguas para luego soltarles a los mares de su propia introspección.   A finales de los años 70, un médico alemán formado en 5 especialidades médicas, entre ellas la oncología, sufrió la trágica experiencia de ver morir a su hijo a consecuencia de un tiro recibido cerca del corazón. Este médico alemán, el Dr. Hamer y su mujer desarrollaron sendos tumores, él en uno de sus testículos y ella en su pecho izquierdo. Aquello resultó muy llamativo para Hamer, que empezó a preguntarse cuál podría ser la causa de dicho “sinsentido”. Como buen científico comenzó a investigar preguntando a todos los pacientes que acudían a su consulta externa, afectos de su mismo tipo de cáncer, si habían vivido alguna experiencia traumática antes de la aparición de dicha enfermedad. Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que todos esos pacientes referían haber vivido una experiencia de pérdida muy similar a la suya. Intrigado por este patrón siguió indagando en pacientes que padecían cáncer de mama y obtuvo el mismo tipo de respuesta.   Poco a poco fue descubriendo que para cada tipo de cáncer se escondía una experiencia altamente dramática muy específica previa a la aparición de cada una de las afecciones. Existía un patrón traumático muy específico para el cáncer de pulmón, diferente al patrón que generaba un cáncer de hígado, diferente al que aparecía en el riñón y así sucesivamente. Hasta ahí había empirismo, reglas, pero faltaba ciencia. Para poder demostrar tales disertaciones, comenzó a pedir a cada paciente una tomografía cerebral computarizada (una foto del cerebro) con la finalidad de ver si en el cerebro de dichos pacientes aparecía algún registro de lo que estaba sucediendo. Para su sorpresa, descubrió que efectivamente en el cerebro de cada uno de ellos aparecían focos, a modo de círculos concéntricos en diana, que tenían una relación directa con el órgano del cuerpo que se estaba viendo afectado. Todos los pacientes con cáncer de próstata tenían la misma señal en el cerebro, todos los afectados de cáncer de hígado tenían una misma señal en otra zona del cerebro y así sucesivamente. Los fabricantes de las casas de los aparatos de radiografía cerebral hicieron varios experimentos para descartar que aquellas señales pudieran deberse a errores de sus aparatos y concluyeron inequívocamente que tales señales estaban en la cabeza del paciente y que a partir de ese momento les tocaba a los médicos dilucidar el significado de aquellas señales cerebrales.   Hamer, acababa de descubrir lo que desde entonces pasó a llamarse la ley férrea del cáncer, que reza así: todo shock hiperagudo, dramático, inesperado y vivido en soledad, genera una alteración de campo electromagnético en una zona concreta del cerebro desde la cual se manda una señal al órgano que esa parte del cerebro rige. Qué zona del cerebro se vea afectada, está en función del colorido del conflicto, es decir, del modo en cómo se vive esa experiencia. Una misma experiencia, en función de cómo se perciba (muchas veces a nivel inconsciente) genera la afectación en una u otra parte del cuerpo.   Sin entrar en más profundidades del resto de leyes descubiertas, pues no es esa la función de este artículo, lo que este médico descubrió y sigue ampliando 30 años después, son las causas de las enfermedades, sin que ello ofrezca margen de error o duda. A pesar de que estos descubrimientos siguen de manera estricta el proceso del método científico y de que han sido replicados tantas veces como se han sometido a refutación, siguen sin ser tenidos en cuenta en nuestros sistemas oficiales de salud, por motivos diversos, entre los que cabría destacar entre otros, el desmantelamiento de nuestro actual sistema de salud oficial, para ser reemplazado por un paradigma completamente revolucionario y de una solidez científica hasta ahora desconocida. También, y quizá más importante, sería el re-cuestionamiento de la responsabilidad del médico y del paciente en el origen de las “enfermedades” que el cerebro activa con una finalidad muy concreta haciéndonos conocedores de que ya no somos víctimas de la vida sino responsables de cuidar de ella. Nuestras relaciones intra e interpersonales se verían modificadas de modos que ahora nos parecen utópicas, las empresas que se lucran de la enfermedad mediante el uso de terapias que muchas veces no merecen ni ese nombre, quedarían expuestas a la luz de estos descubrimientos. Y apenas cito algunos motivos.   La cuestión por tanto es que la medicina oficial a día de hoy, sigue considerando como causas de la enfermedad, lo que desde esta nueva perspectiva son tan sólo los síntomas de la misma. Es como si fuéramos al mecánico a arreglar nuestro coche porque se ha encendido la luz del aceite y el trabajador extrajese la bombilla del salpicadero para que dejásemos de estar informados de que el coche necesita aceite. ¿Cuál sería nuestra respuesta natural ante dicha actuación?   Está la cuestión de la soberbia antropocéntrica de pensar que la naturaleza es la que se equivoca y enloquece, a pesar de sus 4.500 millones de años de ensayo y error y buscamos todo tipo de motivos peregrinos, como la teoría hasta ahora indemostrada de las metástasis por citar un ejemplo, con cierta lógica eso sí, para evadir nuestra total desconexión con la madre naturaleza.   Pues bien, parece que como seres humanos, tenemos dificultades a la hora de enfocar la mirada en todo aquello que apela a nuestra responsabilidad. Parece que preferimos siempre echar la culpa a otros, a la mala suerte, a los genes, a los políticos… porque ello nos da una sensación de victimismo que nos mantiene en esa servidumbre voluntaria y cómoda que nos reporta una aparente tranquilidad con la que podemos sostener el estatus quo de nuestras vidas, nuestro país y nuestro mundo. Miramos a los síntomas y nos quejamos de nuestra mala suerte, nuestra deficitaria genética, lo corrupto de los que despliegan las reglas del sistema. A los seres humanos nos asusta la verdad, la tachamos de idealista, irreal o loca, porque preferimos mantenernos esclavos de un siervo que nos da migajas, mientras en el fondo de nuestra alma, tímidamente y de manera ocasional fantaseamos con la pregunta: ¿cómo sería eso de ser libres?, para rápidamente encender la televisión y ver el Madrid-Barça que sustituya como sucedáneo de tercera, la sensación de verdadera libertad. Y así somos, mientras miramos los síntomas y nos entretenemos en ellos, olvidamos las causas.   ¿Quién de vosotros no ha tenido un encuentro con alguien a quien ha compartido la teoría pura de la republica constitucional, explicado las causas reales de nuestro actual régimen de poder y ha sido tachado de idealista, cuando no de loco o excéntrico?. ¡Hay que cambiar desde dentro de la partitocracia!, o lo que es lo mismo, ¡tenemos que acabar con los síntomas, pero no cuestionarnos que es el sistema lo que está corrupto! Claro, tal planteamiento genera miedo, incertidumbre. Como todo cambio de paradigma, nos cuestiona, nos torna ignorantes con ganas de aprender. La recompensa merece la pena, sí, pero el riesgo percibido por nuestra ignorancia es una losa ancestral.   Vivimos atrapados, víctimas de nuestra propia ignorancia, con los oídos inundados de confusión y la vista vendida al mejor postor. A falta de la “fantasía” de la libertad y con más miedo de encontrarla que afán en buscarla, replegamos nuestras velas para que otro dirija nuestro barco, el barco de la libertad colectiva. Y puesto que yo no tengo intención de llevar su barco, y privarles de la belleza de ser libres, es el momento de que naveguen solos. Buen viaje.  

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