¿Defensa de la escuela pública ahora que nos tocan el bolsillo y amenazan nuestro puesto de trabajo? No, compañeros. Que se organicen manifestaciones, encierros y asambleas en defensa de nuestras condiciones laborales, pero no metamos a la enseñanza pública en esto, porque la pobre hace tiempo que nos dejó, que murió sin que nadie se diera por aludido.   Cuando convirtieron la educación pública en una suerte de asistencia social para aquellos que no podían permitirse el lujo de otro tipo de enseñanza mucho más exigente, ¿alguien la defendió? Cuando se creó ese engendro antiliberal de la educación concertada, financiado con dinero público, y defendido, curiosamente, por los que se denominan a sí mismos paladines de la libertad, ¿alguien la defendió? Cuando condenaron a generaciones de chavales a ser de las peor preparadas de Europa —por obra y gracia de unos planes de estudios, de una estructura y de una filosofía pedagógica que todos sabíamos que era absolutamente retrógrada e imposible—, ¿alguien la defendió? No, señores.   Quien quiera ver en el incremento de horas lectivas y en la rebaja de sueldos el principio del fin de la “escuela pública”, que se meta en política y trate de medrar soltando trolas. Pero, por favor, que deje a la enseñanza pública, o a lo que queda de ella, en paz. Porque, si bien es un grandísimo desastre, lo es no solamente por la crisis o por la poca inversión o por los recortes, sino, sobre todo —y que esto nos quede claro de una vez—, por la labor concienzuda de una caterva de políticos ignaros, de palmeros subvencionados y de pedagogos expertos que se la han ido cargando poco a poco. Los primeros, poniéndola a los pies de la demagogia electoral, como si la enseñanza perteneciese a unas siglas de partido. Los segundos, utilizándola para engordar clientelas y seguir viviendo de un pesebre que los ha convertido en únicos interlocutores entre el poder —al que sirven, pues de él cobran— y los profesores —a quienes, por mucho que digan, jamás han representado—. Los terceros, convirtiéndola en un artefacto de ingeniería social con el que han pretendido poner en práctica sus delirantes teorías acerca de la igualdad del ser humano.   No me uniré a las indignadas reivindicaciones de ustedes mientras las consignas no cambien, mientras no comprendan que el problema no está en el dinero que se asigne, sino en el concepto que se posea. Sin la idea clara de que la escuela pública es un logro irrenunciable de las sociedades modernas que debe garantizar, mediante el rigor y la exigencia, el acceso al conocimiento de todos los  ciudadanos  y,  sobre  todo,  la  promoción social de los más desfavorecidos, toda partida presupuestaria destinada a ella será inútil. Por eso, a estas alturas, lo que hagan la señora Figar —Consejera de Educación de la Comunidad de Madrid— o el señor Marín —Consejero de Castilla La Mancha— seguirá importando bien poco. ¿Que miles de interinos se irán a la calle?, sí; como se han ido millones de españoles —por los que, por cierto, nadie ha movido un dedo—. ¿Que habrá menos optativas?, claro; pero, total, para lo que sirven muchas de ellas —marías, la mayoría, que lo único que consiguen es inflar la nota del chaval que quiere sacarse un título que lo condenará, de todos modos, al paro—, tampoco es tan terrible. ¿Que habrá más alumnos por clase?, por supuesto; pero, ¿hace falta recordar cómo nos apiñábamos, por ejemplo, en aquel prehistórico COU?   En todas las asambleas y manifestaciones que se están organizando la cuestión es otra bien distinta. La cuestión es que la falta de criterio profesional de muchos de ustedes, profesores indignados, ha hecho que se agarren al clavo ardiendo de lemas tan facilones como el que les está convocando en Madrid, y, sobre todo, que caigan en la curiosa paradoja de ir guiados por unos sindicatos que han sido parte responsable del desmantelamiento de esa misma escuela pública que dicen proteger. Por eso se les permitirá continuar sumidos en el sueño imposible de su indignación al menos hasta el 20 de noviembre. Pero luego, como suele ocurrir siempre, serán olvidados por completo. ¿Y saben por qué? Porque, efectivamente, la escuela pública ha muerto, y ustedes —no les quepa la menor duda—, no sólo ya no son importantes, sino que han dejado de existir con ella.

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