Y de nuevo la montaña parió un ratón. La resolución del Pleno de la Audiencia Nacional (AN) resolvió la cuestión de competencia objetiva sobre el llamado “caso faisán” sin pronunciarse al respecto. En lugar de decidir si ésta corresponde al Juzgado de de Instrucción de Irún o debe continuar en la propia AN, devuelve los autos al Juez Ruz para que practique nuevas diligencias. La partera es la omnipresente y primera Razón de Estado, el consenso de los partidos. En periodo preelectoral no conviene mojarse y el efecto de la decisión judicial condiciona temporalmente la respuesta a una cuestión que debiera ser estrictamente técnica.   A nadie escapa que aparejada a la atribución competencial va ligada la imputación de delitos de colaboración con banda armada o la de simple revelación de secretos. El listón acusatorio determina la competencia de uno u otro órgano judicial y con ello el arco y alcance del obús judicial a instancias políticas superiores. Por eso, ¿cómo dirimir en víspera de unas elecciones un asunto con trascendencia política tan evidente para los argumentos de los contendientes electorales? En tregua preelectoral, mejor lo dejamos para luego.   Este maleable concepto de legalidad en el derecho público en atención a los intereses de los partidos es tan ajeno a la razón de la Justicia y el Derecho como lo fuera la dilación de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatuto catalán en función de la coyuntura política. La solución judicial tibia o consensuada de la litis (el llamado pasteleo) puede ser útil en la resolución de los conflictos de derecho privado, susceptibles de negociación dado el poder de disposición de las partes sobre el objeto del litigio, pero nunca para la calificación de legalidad de conductas y cuestiones procesales cuando son reguladas de forma imperativa como es la atribución competencial penal, que quedan sustraídas de la voluntad de los litigantes.   Tratar de conciliar para no herir sensibilidades políticas de uno u otro bando nos lleva a dos conclusiones evidentes: La primera es el reconocimiento implícito de que la jurisdicción es simple marioneta en manos de los partidos políticos que están detrás como invisibles partes procesales, obedeciendo sus órdenes tanto sobre el contenido mismo del fallo como sobre la adaptación de los tiempos procesales a su interés. La segunda es reconocer que lo de menos es la legalidad, sino la obtención de una solución judicial que contente a quienes afecta según la coyuntura política. Es la justicia salomónica del consenso. Pero no olvidemos que si le hubieran dejado seguir hasta el final, Salomón hubiera partido en dos a la pobre criatura.

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