El combatiente por la paz que ascendió a la jefatura del Gobierno confirmando la impresión de que si alguien tan incapaz lo había logrado, qué español mayor de edad no sería apto para desempeñar semejante cargo, puede argüir que a diferencia del denostado Aznar, él, aunque está en su mano hacerlo, no ha usado el atributo estatal de declarar la guerra sin saberse, o creerse, asistido de la opinión pública interior, en la que aprecia deseos de intervenir en los asuntos libios. Y es que hoy, ningún gobierno parece tener suficiente autonomía para tomar la iniciativa de las hostilidades sin el apoyo, o la resignada comprensión, de ese nuevo poder, la opinión pública exterior, que emergió del final de la guerra fría, como conato de opinión mundial.   Las complicadas batallas que se están librando, sobre todo a través de las imágenes suministradas por la brigada mediática, pueden considerarse meras operaciones de propaganda. Pero, antes, se hacía la guerra psicológica para ayudar a la victoria militar, incrementando el ímpetu de los combatientes y la solidaridad de las retaguardias. Ahora, se combate por la conquista de la opinión mundial para moralizar la derrota de la humanidad, haciéndola participar en un consenso de muerte. El rito de la guerra psicológica, es decir, rivalizar en alardes de ferocidad antes de enzarzarse en la pelea, no ha desaparecido del instinto de los beligerantes. Lo nuevo es que ese instinto animal se manifieste, además, con gesticulaciones humanitarias, erróneamente interpretadas como signos de apaciguamiento, para hacer recaer sobre el adversario toda la responsabilidad de la masacre que se prepara.   Las consecuencias políticas que habrán de afrontar los vencedores, son determinantes del modo de iniciar una guerra. Aparte de las labores de protección que llevan a cabo las fuerzas del orden internacional, con la entusiasta participación del patrullero Zapatero, si no se pretende derrocar a Gadafi para favorecer la instauración de un régimen más aseado, quizás se quiera promover la división del país manteniendo las tablas entre los combatientes. En todo caso, se sacrifican las enormes ventajas militares de un ataque por sorpresa a la oportunidad política de desatarlo cuando el enemigo, hostigado en una guerra de nervios, comete errores clamorosos ante la opinión mundial, que hacen parecer un simple mal, relativamente menor, la mayor matanza, por hora de guerra, que la técnica militar permite.

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