Esclavos de nuestras acciones (foto: Dangargon 74 / Daniel G.G.) El abúlico esclavo   España. La cabra bailando sobre el balde boca abajo mientras suena la trompeta del gitano. Sigo viendo a este país como lo viera aquel amigo de siempre. Desde el huerto donde madura el limonero diviso como la fruta se precipita al suelo y su podredumbre yace aplastada por la bota del terrateniente. Aquel trueno vestido de nazareno. Sigo viendo a España como un día la dibujó Mario Camus en 'Los Santos Inocentes'. Dejando muertas en ataúd de celuloide las muertas emociones, ilusiones y vidas de unos ciudadanos presos de la ignorancia, el miedo y la indolencia. Tal vez de su destino, diría Emily Brontë. Pero, ¿no será el destino ese paradójico determinante desconocido que sin embargo podemos construir desde la utopía y la vocación de sabiduría? Sigo viendo la tierra de mi tierra bajo las nubes de algodón que dan sombra a la esclavitud. Sin embargo, discrepando de Don Miguel, no puedo aceptar el sentimiento trágico de la vida. Pasar no es pasar si no existe el ánimo de construir, la certeza de la fugacidad del tiempo y la conciencia de especie que transforma el yo en nosotros para, siendo nosotros, potenciar el ser específico que cada uno somos.   Cuando la noche del 22 al 23 de agosto de 1791 en la isla de Santo Domingo, hoy Haití y República Dominicana, se dio fin 'oficialmente' al comercio transatlántico de esclavos, no sólo no se estaba acabando con la esclavitud en el sentido de la posesión de un ser humano por otro, sino que, a mi juicio, comenzaba la aventura de un vocablo por un mundo lleno de acepciones, matices eufemismos y mentiras.   Ya es tópico citar a Heráclito de Éfeso, pero el lenguaje también fluye en sus contenidos como el río. Más cuando está revuelto. Las palabras evolucionan en sus significados, porque el lenguaje no es una momia ni una antigualla oxidada sino un ser vivo que camina con las sociedades y sus valores. El Diccionario no es más que un sumatorio acotador, delimitador – y como tal, represivo – pero es en la calle, en el vivir y el comunicarnos, donde la palabra siempre fue libre para darse a entender. De ahí su fuerza sobre la espada. El vocablo no es una simple suma de letras sino un manifestar directamente atado al pensamiento. Aún más, son lo mismo.   No voy a referirme a evidencias. La esclavitud sigue existiendo en su sentido más primitivo, ligada preferentemente a la esfera de la explotación laboral, en nuestro siglo XXI y creo que es Sudán quién está a la cabeza en dicha aberración. Así que, de momento, me lanzo con la mayor y luego ya izaré el génova y me encararé con las escotas: en España también somos esclavos y, aunque es cierto que pocos dedicamos parte de nuestro tiempo a cantar blues, todos aceptamos y respetamos la definición de esclavitud al pie de la letra. Con una notable diferencia sobre aquellos 15 millones de seres que fueron llevados desde las costas de Senegal a las américas entre los siglos XIV y XVI. Ellos sabían que eran esclavos y conocían su destino, mientras que los españoles en su mayoría lo ignoran. Hace pocos días, ya el Informe Pisa dejó claras las cosas sobre el general 'dominio' del lenguaje en nuestro país y, consecuentemente, y eso lo afirmo yo, la incapacidad analítica y opacidad de pensamiento de nuestra sociedad. Y vamos con la definición para que, entre otras cosas, nadie piense que lo del esclavismo fue un invento de un ser maléfico que no quería doblar el espinazo. No. La esclavitud fue una institución jurídica que daba cobertura a un statu quo que propiciaba que un individuo estuviera bajo el dominio de otro, perdiendo la capacidad de disponer libremente de su persona y sus bienes.   Les hablaba antes de las mutaciones y evoluciones significantes de las palabras, así que hagan las convenientes y sencillas extrapolaciones y verán que, a pesar de que escribo desde Tenerife, en este caso no estoy afectado por el siroco que a veces vuela desde el Sahara. Vuelvan a leer la definición para que aprecien que, en lo más profundo, en los cimientos filosóficos y políticos de nuestro sistema, nada ha cambiado. Lean 'oligarquía partidocrática' donde se dice “disponer libremente de su persona” y 'corrupción y malversación del dinero público' donde se señala “sus bienes”. Ha desaparecido, entre comillas o entre Pinto y Valdemoro, la institución jurídica de la esclavitud pero siguen claramente vigentes sus objetivos.   No voy a extenderme en símiles y extrapolaciones que les recomendaba hace un momento, ya que lo obvio no necesita demostración aunque, claro está, admite la explicación y los interrogantes. A mi juicio, vivimos un momento histórico con especificidades tales que no emprender una muy seria renovación de nuestro sistema de convivencia, no otra cosa es la política, es de una irresponsabilidad monstruosa, aparte de una cobardía inaceptable. Ya saben que, en la guerra, el deber primario y fundamental del prisionero es darse a la fuga. Al igual que es condición sine qua non que el alcohólico asuma su enfermedad para llegar a rehabilitarse. De este modo, considerando que somos esclavos, tenemos la obligación moral de sacudirnos el yugo cuanto antes. Y como soy escritor, me quedo aquí. Entre la sugerencia y la reflexión. No sin decirles antes que esta mañana cuando me vi esclavo ante el espejo advertí, después de lo mucho que he pensado al respecto, que sólo una contundente respuesta a los falsarios procesos electorales a través de una abstención activa nos sacará del atolladero y nos encaminará a una República Constitucional verdaderamente democrática. Piensen y actúen, si les da la gana. Con respecto a los esclavos de los campos de algodón norteamericanos tenemos una ventaja: de momento no he visto ninguna cruz de fuego del Ku Klux Klan. Pero les aseguro que ese rumbo llevamos y en ello nos va la vida. Porque no hay vivir sin libertad, que es simplemente existir.

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