La Constitución de 1812 La libertad económica y el espíritu liberal Es una cualidad del liberalismo burgués -del capitalismo incipiente del siglo XIX-, del «espíritu» o «estilo» que le pertenece, una mentalidad acentuadamente económica a la que repugna lo político. El «homo aeconomicus», el burgués dedicado a la actividad económica -y no el ciudadano- es el prototipo o el ideal de hombre, que viene determinado por «el molde de lo económico».   De acuerdo con dicho espíritu, desde que se inicia históricamente la hegemonía social de la burguesía, esta dedica todo el esfuerzo de su actividad política a garantizar y defender, precisamente, el sistema de libertades del hombre volcado en la economía. Consecuencia de ello es el intento de despolitización del Estado y la sustitución del orden político por el régimen de la economía, situando jerárquicamente el principio económico de la sociedad sobre el principio del poder o soberanía del Estado, que debería ocupar una posición subsidiaria.   Las intenciones del liberalismo burgués en España son perfectamente visibles en la forma que este imprime al Estado de la Monarquía nacional en la que se integra. Con la escisión del poder político y la separación de los poderes del Estado, caracteres propios del Estado liberal -y no conviene olvidar este detalle-, la burguesía pretende conseguir su objetivo, a través de la representación parlamentaria, asumiendo dentro del Estado la función negativa de controlar, fiscalizar, frenar y corregir al poder ejecutivo que sigue vinculado a la Corona.   Precisamente este hecho es el que más llama la atención, desde el punto de vista de la organización del Estado, en la primera constitución española, la Constitución de Cádiz de 1812. Aunque nacida de la transacción del liberalismo con el absolutismo, la decisión de relegar el poder de la Corona al ámbito ejecutivo, en un puesto suplementario, era fruto de la táctica liberal y no solamente de la necesidad política de pactar.   El parlamento se convierte así en el órgano político de la burguesía, institución flexible y cambiante por antonomasia, como la propia sociedad civil de la que es espejo, lugar donde opera económicamente aquella. Sin embargo, el orden político asambleario -donde se observa un clarísimo predominio del poder legislativo- establecido bajo la Constitución de 1812, durante los escasos siete años en los que estuvo vigente, representa el fracaso del orden liberal y de su tendencia anarquista y utópica, consistente en el establecimiento de un orden social sin poder político propiamente dicho, sin soberanía del Estado -plasmado en la existencia de un poder ejecutivo accesorio y débil-, regido por puras relaciones económicas.   La ignorancia de las reglas de la democracia formal, que habían sido consignadas de modo paradigmático en la Constitución de la República de los EEUU, y la ausencia consiguiente de los mecanismos de equilibrio y contrapoder, es la causa determinante de la inviabilidad última del Estado liberal.   Sin embargo la percepción genial del liberalismo, es decir, que la libertad económica -de trabajo, comercio, industria y profesión-, es imprescindible para garantizar la libertad individual o metafísica -que constituye la intuición central de todo su sistema-, supone un importantísimo avance, tanto de la ciencia política como del sistema de poder emanado de dicha evidencia.   John Locke (1632-1704) lo había subrayado con firmeza cien años antes de la plena vigencia del régimen liberal: la libertad «es que cada uno pueda disponer de su persona como mejor le parezca… de sus acciones, posesiones y propiedades según se lo permitan las leyes que lo gobiernan, evitando, así, estar sujeto a los caprichos arbitrarios de otro, y siguiendo su propia voluntad.» Es la libertad como independencia -física y económica- a la que nos referimos en un artículo anterior, citando palabras de Antonio García-Trevijano en su libro Frente a la Gran Mentira, y a la que se refiere también Robert Blanco Valdés en una obra de reciente publicación, titulada La construcción de la libertad.   El fracaso político del orden liberal en España y en casi todo el mundo -cuyos terribles resultados se han producido durante el siglo XX y aún se siguen observando en el XXI- vino, finalmente, a pesar de sus precauciones, debido a la permanente ausencia del criterio o regla democrática en el poder del Estado.   En la obra de Benjamin Constant (1767-1830), esta idea moderna -comparada con la idea de libertad predominantemente política de los antiguos- de libertad individual es llevada un poco más lejos al proclamar que «nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada [porque] el objeto de los modernos es la seguridad de sus goces privados; y ellos llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones a estos mismos goces.»   Constant, aunque subraya fundamentalmente, la libertad personal, civil o privada, no evita la cuestión de la libertad pública o política, puesto que, imbuido ya de la visión y de la regla de la democracia, afirma enérgicamente que esta es «garantía» de la primera y, por tanto, resulta, en consecuencia, indispensable. Pero esto ya es otra historia.

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