Confesionario (foto: Marco Polo)   Confesos e impunes   Una interesada evolución tiende, desde la Contrarreforma, a centrar en la carne la matriz de todos los pecados y a desplazar hacia el deseo el momento decisivo del drama sexual. La influencia determinante de la Iglesia sobre la familia, que el naciente orden burgués fomentaba, reposaba en la penumbra del locutorio. Su institucionalización requería una ilimitada libertad de expresión, en la intimidad del confesonario, y una ilimitada represión de la palabra, fuera de él. Ninguna otra materia de pecado, como la del deseo, ofrecía tan fantástica posibilidad.   Un movimiento emocional de liberación empuja al confesante, como al libertino, a vencer su pudor. El combate de la religión contra el libertinaje no está fundado en su degradación sexual, idéntica a la que perdona en el confesonario, sino en su impiedad. La necesidad de confesar los deseos turbadores a una autoridad institucional hace de su oreja el báculo de su poder.   En una sociedad permisiva no tienen sentido las denuncias de libertinaje. El falso tópico de que la libertad conduce, en los pueblos latinos, al libertinaje es sólo una frase popular que carece, como toda contradicción absoluta, de fundamento intrínseco. El carácter libertino no puede brotar, por definición, más que en medios sociales intensamente represivos. Pero la óptica libertina  no  desaparece,  como hábito de pensar, con la libertad de costumbres.   Si separamos el placer y la mortificación sensual del modo de producirlos, sin nos atenemos a lo que Foucault llamaba “tecnología sexual” hay que reconocer a la Iglesia la paternidad del discurso sobre el sexo y de la manera libertina de explicitarlo por confesión. El Marqués de Sade y el autor victoriano de “My secret life” siguen al pie de la letra las directrices de la Iglesia a los directores espirituales. El redentorista Alfonso de Liguri señalaba que “hay que contarlo todo, hasta el menor detalle. No sólo los actos consumados, sino los tocamientos sensuales, las miradas impuras, las palabras obscenas, los pensamientos consentidos”.   Entre el confesante y el libertino no hay más diferencia que la que impone la distinta dimensión del escenario. Ambos persiguen lo mismo. Rebelarse contra la represión sexual. Vencer, con piedad, el propio pudor o con impiedad, el de las instituciones. Pero el libertino se apropia, además, del poder del confesor, que es de liberación y de castigo. En esta época de degradación pública y de represión de la libertad colectiva, los poderosos, cuya concupiscencia no tiene frenos institucionales, necesitan un establecimiento (el parlamento es sólo un lugar de representación, y no precisamente política) donde puedan confesarse para gozar abiertamente de su impunidad.

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