Thomas Mann no fue inmune al impacto de los soviets y el aura de justicia universal que los envolvía. Arraigado en una cultura de la que se enorgullecía, y en la que el romanticismo estetecista ejercía un influjo esencial, Mann fantaseó con una “revolución conservadora” que aunase a “Hölderlin y Marx”. Desencantado con el comunismo también confiesa en su diario que “el parlamentarismo a secas” es algo que no puede aprobar: se trata, concluye, de “inventar algo nuevo en política” y “tiene que ser alemán”.   Por supuesto, Mann, no aludía a la incipiente monstruosidad del nazismo, al que combatió públicamente desde horas muy tempranas, aquellas en las que la vacilación, la tibieza y la inercia dominaban la escena europea. El autor de Doktor Faustus no tuvo que pactar con los nazis para alcanzar la gloria literaria. Sobre los escombros humeantes del Tercer Reich la potencia vencedora planeó la edificación del Estado de Partidos, o la integración de las masas en el Estado a través de los Partidos, como se encargarán de dictaminar o “inventar” los juristas autóctonos, en un prodigio de sofistería alemana.   No podemos dejar de relacionar la prudencia intelectual y la sensatez moral de Thomas Mann con la creación de Settembrini, cuyo oponente en “La montaña mágica”, Leo Nafta, remeda al crítico húngaro Lukács, que en su encorsetamiento ideológico, definía a Mann como progresista por su “realismo”, es decir, su sentido de la historia, etiquetando a Kafka de reaccionario por la trama alegórica (deshistorizada) de sus escritos.   Pero aunque tenga la tentación de ello, el arte nunca puede ser completamente realista, salvo que se condene a una descripción indefinida: ¡cómo no va a ser ésta la estética oficial del totalitarismo! Jaspers subrayaba la imposibilidad humana de abarcar la totalidad, puesto que el mismo hombre se halla inmerso en ella. La historia como un todo sólo puede concebirse a través de los ojos de un observador divino exterior a ella misma y al mundo. En definitiva, resulta imposible obrar siguiendo los planes que comprenden la totalidad de la historia universal.   El filisteísmo de la novelería actual, que perpetúa una estética anticuada, no anuncia ningún apocalipsis cultural. Las sequías creadoras, que a veces duran siglos, son realidades históricas intermitentes. Si nos remontamos a Horacio, comprobaremos cómo éste ya pensaba en su “Arte poética” que los romanos no eran capaces de escribir como los griegos porque desde niños eran adiestrados en la consecución de riquezas en lugar de la obtención de gloria literaria.

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