Uróboro con lámpara (foto: Leo Reynolds) El axioma de la razón de Estado Todo intento por confinar, dentro de límites calculables, el concepto de razón de Estado, va a dar en aporías y se estrella en el fracaso. Y ello es así porque la razón de Estado no necesita ser justificada, le basta con ser invocada.   Es notable el intento de Friedrich Meinecke, en su ensayo “La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna”, de remediar esta dificultad. Y el callejón sin salida al que se halla abocado es insoslayable. “La razón de Estado dice al político lo que tiene que hacer para mantener al Estado sano y robusto”, y dado que “el Estado es un organismo, cuya fuerza no se mantiene plenamente más que si le es posible desenvolverse y crecer, la razón de Estado indica también los caminos y metas de este crecimiento”. Meinecke delata, así, la naturaleza indefinible de la razón de Estado: no pudiendo confinar su sentido en márgenes identificables para el conocimiento, no puede más que apelar a los servicios que ésta presta. Todo aquello que sirva a la conservación del poder entra, pues, en este abstruso e intrincado concepto. Pero la honestidad intelectual de Meinecke no podía conformarse con esta indefinición, y por eso, más adelante, lejos de resolverla, la plantea en toda su crudeza: “La razón de Estado es una máxima del obrar de enorme ambivalencia y escisión: posee un lado vuelto hacia la naturaleza y otro vuelto hacia el espíritu”. Es decir, es un puente entre la moral y el poder, o mejor dicho, entre la moral y la conservación del poder. Pero el Estado tiene su propia deontología, es decir, su propia moral particular. De otro modo, el propio concepto de razón de Estado jamás hubiera surgido. Si surge, es porque el Estado tiene como primera finalidad su propia autoconservación. La agudeza de Carl Schmitt lo sentencia en un pasaje que no deja lugar a la mínima duda:   “El Estado Moderno ha nacido como resultado de una técnica política. Con él comienza, como un reflejo teorético suyo, la teoría de la razón de Estado, una máxima que se levanta por encima de la oposición de derecho y agravio y se deriva tan sólo de las necesidades de afirmación y ampliación del poder político” (La Dictadura. De los orígenes del pensamiento moderno de la soberanía  a la lucha de clases proletaria).   Ergo, el Estado no conoce más moral que la de su propia supervivencia. El propio Meinecke no deja de citar al jurista italiano Pietro Andrea Canonhiero, cuya descripción de la razón de Estado le condujo a una circularidad insuperable: “Son acciones amparadas en la razón de Estado aquellas para cuya justificación no cabe apelar más que a la propia razón de Estado”. La imagen de una serpiente que se muerde la cola hasta la mutua anulación de lo comiente y lo comido no puede encontrar mejor ejemplo.   Si otros principios se incorporan a la acción del Estado, limitándola, dándole forma, ello solo puede venir de la sociedad civil, inseparable del Estado pero sustancialmente distinta. “La naturaleza del Estado, monopolizador de la violencia legal, hace difícil que su relación con la Sociedad pueda ser inteligente”, sostiene Antonio García-Trevijano. Solamente donde la autoconservación pueda darse la mano con la autocontención, cabe abordar esta relación de forma inteligente; solamente allí donde la propia supervivencia del poder aconseje limitar el ámbito de su dominación, puede la Sociedad frenar la marcha implacable de la razón de Estado. Porque la razón de Estado, si de algo puede dar razón, es de la congénita maldición a la que no puede escapar el poder: sustento del Derecho pero siempre abocado a vulnerar el Derecho.

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