El desembarco se produjo hacia el mediodía y el fulgor que emitía la playa era tan intenso que las retinas no encontraban descanso. Los nativos comenzaron a salir muy tímidamente de la espesura que vestía el litoral, pero al cabo de pocos minutos ya formaban dos numerosos grupos a oriente y occidente de la barcaza.   De entre el grupo occidental, que parecía más confiado, surgió una figura que portó con reverencia oro y perlas hasta nosotros. Pero, antes de que nadie pudiera responder, uno de los nativos pertenecientes al grupo oriental profirió un alarido y picó carrera desenfrenada hacia nosotros. A buen seguro el sable de nuestro piloto habría frenado aquella alocada actitud si el capitán no lo hubiera impedido con un gesto suave pero firme. El histriónico lugareño hincó las rodillas a escasos centímetros de su compatriota, nuestro primer anfitrión, y mostró hato de hojas secas que desprendían un humo oleaginoso. Ambos oferentes guardaron entonces silencio y comprendimos que esperaban una elección. La contención de Pérez, apellido por el que se conocía al capitán, buscó durante un instante al intérprete que apareció al punto. Este preguntó a los indígenas a qué se debía semejante litigio y qué clase de hospitalidad era aquella que situaba a los recién llegados en tal brete.   Los dos hombres encargados de recibirnos comenzaron a narrar atropelladamente los sucesos que los habían conducido hasta una situación tan extraña, pero terminaron enzarzados en una riña a puñetazos y mordiscos que produjo gran hilaridad entre la tripulación. El capitán mandó callar con voz severa y pidió al intérprete que tradujera lo dicho por los contendientes. Este relató cómo primero fue dominante en las islas el clan oriental que, defendiendo la prohibición de la propiedad privada, había ofrecido al Rey los bienes de socialización: la política, la justicia, la religión y la información. Simbolizaban lo colectivo en una ofrenda espiritual de humo mísitico. Pero con el transcurrir del tiempo la tribu más cercana al monarca, y consiguientemente la más considerada en el archipiélago, pasó a ser la occidental, cuya tradición sacralizaba la propiedad privada de los medios de producción. Ofrecían a los visitantes el oro de la prosperidad comercial. Fatalmente, hacía ya meses que el Rey holgaba en su palacio, desinteresado por los asuntos públicos. Esta regia indiferencia había exacerbado la rivalidad de los súbditos hasta el ridículo del que ahora eran testigos los navegantes. Cuando el traductor hubo finalizado, el capitán, impasible, meditó durante unos minutos sin dejar de mirar friamente a los nerviosos embajadores locales. Entonces, sacó su pistola del cinto, la descargó, la arrojó ante aquellos hombres y ordenó volver al barco.   Ya rumbo a la madre patria, Pérez escribió en el cuaderno de bitácora: Islas blancas. Coordenadas prioritarias para asentamiento comercial. Dotación militar requerida: Un hombre, el encargado de matar al Rey con su propia pistola.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí