En la mitología y la tragedia griegas hallamos turbias y espeluznantes relaciones familiares: desde la reina Medea que por despecho mata a sus hijos para vengarse de su marido, pasando por el parricida Edipo y los hijos que tuvo con su propia madre, Etiocles y Polinices, que se mataron entre ellos, y su hija Antígona, enterrada viva por querer darles sepultura, hasta los rencorosos Atridas, para quienes todo litigio familiar se dirimía con un asesinato, hasta que Apolo interrumpió el ciclo sangriento de ese linaje al hacer que Orestes, el matricida, fuese juzgado en el Areópago.   El canibalismo familiar también abunda en la literatura universal, con truculentas querellas entre padres e hijos y sañudas disputas entre hermanos: Hamlet y sus parientes, los Lear, los Karamazoff, los Sutpen en Absalón, Absalón de Faulkner, en cuyas novelas, menudean las tribulaciones de las familias en decadencia, un género que exploró Thomas Mann en Los Buddenbrook.   Existe una recurrente fantasía descubierta por Freud en los niños que empiezan a percibir, a partir de los dos o tres años, que sus progenitores no son perfectos, que consiste en suplantarlos por unos padres ideales (por ejemplo, un rey y una reina). Esta ficción es una manera de escapar del principio de realidad que supone la pertenencia a una familia, para construir una “realidad familiar” más gratificante. El propio Dante, condenado al exilio de su amada Florencia, hasta su muerte, se dotó, en La Divina Comedia, de un padre espiritual, Virgilio, que lo guió por el infierno y el purgatorio. Por otro lado, Frankenstein o la Cenicienta, nos muestran cómo la carencia de una verdadera familia puede alimentar una conciencia desdichada.   No podemos olvidar que la familia es un accidente natural, un expediente primitivo que no debe prolongar sus lazos más allá de la protección que puede procurar a sus miembros, según el estado de la sociedad donde viven (en la nuestra, su valor de refugio frente a la inseguridad económica es cada vez mayor); que el respeto absoluto a la moral tradicional mantendría al padre como único sujeto de derechos; y que en las épocas de barbarie y en los pueblos más incultos sólo hay honor y dignidad en la vida familiar, tan apreciada por la religión, ya que ésta se genera en ese ámbito íntimo.   Con ocho basta (foto: vinierattolle)

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