Federico Nietzsche (foto: eozikune) Nietzsche y Dostoievsky vis-á-vis En Dostoievsky encontramos una contradicción constante, consciente de sí misma y por eso engendradora. Su alma está partida, desgarrada. De ahí su perfecta descripción de la desesperación, así como de su salida, la cual, al contrario de la propuesta por Nietzsche, participa tanto de lo nuevo y asombroso como de lo pasado y ya trillado. Nietzsche, en cambio, quiere carecer de contradicciones; aspira más bien a la olímpica claridad del cielo griego. De modo que, por la negación de lo obvio (su contradición interna, de la que era demasiado consciente y por eso no consciente) sucumbe al peso del tiempo.   De Dostoievsky puede decirse que se arrastra, y que, en su arrastrarse, halla. Su idea del simple paisano ruso que salvará al mundo lo expresa a la perfección. El hombre fuerte de Nietzsche, por su parte, no deja de ser una especie de ficción heredada de las sagas heroicas. Dostoievsky se alimenta del infinito estiramiento entre la potencia y el acto; en suma, de la imposibilidad. Nietzsche, después de todo –su transvaloración de todos los valores–, fue un idealista platónico. Dostoevsky un cristiano apocalíptico, pero también paradójicamente el mayor de los realistas. Ambos supieron desnudar su tiempo y el porvenir. Pero la novedad de Nietzsche se excede en idiosincrasia; es megalómana. Dostoievsky regresa al vínculo sagrado entre el cielo y la tierra, rasgando el misterio de su comunión.   El dionisianismo de Nietzsche era la única respuesta posible a una contradicción interior que, tras la entrada del cristianismo, ya no podría expresarse en términos griegos. No reconocida como tal, se lanza a los extremos sin recorrer el vasto territorio de lo intermedio. Acaso en el fondo se trataba de dejar un paso atrás la claridad de la mente como el ideal a perseguir, la cual es tan sólo un regalo a posteriori de la entrega, y no seguramente lo más decisivo. Más importante es la armonía de la manifestación, lo creado; la comprensión de todo a pesar nuestro. Entonces, sin querer, nace esa otra cosa: lo claro momentáneo.

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