Como el Tribunal Constitucional (TC) es un órgano político, elegido por políticos e integrado por políticos disfrazados de jueces, es imposible que sus decisiones se guíen por el Derecho. Los criterios decisorios son pura y simplemente de oportunidad política según el juego coyuntural de mayorías. Tal evidencia perdura sin ser discutida institucionalmente porque esa es precisamente su función, servir de último filtro de una justicia de por si sometida y controlada por la clase política. En el estado de poderes inseparados, sus actores protagonistas, los partidos no aspiran a una justicia independiente sino a ser ellos quienes la controlen, esperando impacientes a que llegue su turno.

La supresión del Tribunal Constitucional es imperativa en todo proyecto que pretenda la instauración de la Democracia en España. La dignidad de Jueces y Magistrados sólo es posible si la jurisdicción es única y plena en todos sus órganos, desde el más modesto Juzgado de Instancia hasta el Tribunal Supremo, pudiendo resolver sobre la constitucionalidad o no de normas y actos, y decantando su Jurisprudencia a través del sistema ordinario de recursos. Para botones de muestra su propia renovación, la aprobación del último estatuto catalán, la absolución de “Los Albertos” y, como no, la constante enmienda al Tribunal Supremo en asuntos de significada trascendencia política (léase Sortu o Bildu).

La que fuera Presidente del pseudotribunal, Sra. Casas, se mostraba públicamente satisfecha en Diciembre de 2.010 porque “se ha cumplido la Constitución”, al aprobar el Senado definitivamente la renovación de los Magistrados del TC, aún con tres años de retraso a causa de las discrepancias entre socialistas y populares para repartirse las designaciones de sus nuevos miembros entre afines a sus posiciones ideológicas o de simple interés.

La autocomplacencia del TC con su renovación política por la vía del consenso de los intereses de partido, además de constituir el reconocimiento de su docilidad e instrumentalidad política como filtro de la jurisdicción ordinaria es de una hipocresía absoluta. Porque si se habla de cumplimiento intrínseco de esta pseudoconstitución, no puede darse razón alguna para su continua infracción en aspectos tan relevantes como la prohibición del mandato imperativo de los legisladores respecto de los partidos que les incluyen en sus listas (Art. 67.2) ni la ruptura del principio de unidad jurisdiccional (Art. 117.5), que supone someter a las resoluciones de la jurisdicción ordinaria al capricho del poder político a través del propio TC. Tal es así que si hablamos de “cumplimiento” de la Constitución como hacía la Sra. Casas, todas leyes emanadas de las Cortes y todas las sentencias dictadas por el TC son inconstitucionales al infringir tan elementales preceptos.
La despedida de Dña. María Emilia Casas de su cargo consiguió el difícil reto de superar en caradura y cinismo la falta de dignidad de cualquier jurista al que le ofrezcan pertenecer a ese órgano parajudicial y lo acepte. En su adiós, le reprochaba a los mismos políticos que la eligieron para su puesto que las designaciones partitocráticas no se renueven en el momento previsto “constitucionalmente” y que estas “quedaran embarradas por todo tipo de cábalas y supuestas negociaciones políticas llevadas a cabo al margen del parlamento”.

Hablaba así quien aguantó estoicamente la reprimenda pública de la Vicepresidente del Gobierno por la forma de conducirse en su encargo al frente del TC. Expresa su queja quien después de aceptar el cargo pudo dimitir forzando su renovación y sin embargo al marcharse reprocha a sus jefes que la maquinaria de la tiranía de los partidos sobre la justicia no sea suficientemente precisa en los tiempos de engrasado, recambio y entretenimiento.

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