Con 27 años a mis espaldas he tenido la suerte de haber podido compartir tiempo con importantes juristas de mi ciudad, ya sea en universidades, despachos, o en asambleas y congresos. Pero también en cafeterías, conversando en ambientes más distendidos. Les he oído referirse a mi añada como “la generación perdida”, y viendo lo ocurrido de un tiempo a esta parte se puede decir que, por desgracia, razón no les faltaba. He visto proclamas populistas arrastrar a toda una generación a las urnas con la promesa de que un cambio desde dentro es posible. Un cambio en el desarrollo político. Sí, tal vez, pero no en la premisa constitucional. Un cambio vacuo, vacío de contenido substancial.

Paradójicamente, esta zozobra generacional invita al optimismo, pues ese espíritu de cambio, aunque errado en el axioma sobre el que pivota, ofrece, sin duda, lugar a la esperanza. Nuestra generación parece ser consciente de que algo no funciona como debería. El problema es que, lejos de mostrarse críticos con el Sistema en su conjunto, se decide dar una oportunidad a esta nueva clase política, pensando que la falla fundamental es quién se sienta en los escaños del Congreso, y no, por qué abarcan tales competencias los partidos políticos ¿Por qué pensáis que hay sobrepoblación de políticos en España?, ¿qué creéis que legitima a la oligarquía política para adueñarse de las Cortes Generales? La respuesta ha estado ahí todo este tiempo, pues es la infame Constitución de 1978 la que sistemáticamente extralimita sus funciones. De este modo se apoltronan en sus escaños y se les permite hacer y deshacer a su antojo, abusus non est usus, sed corruptela (el abuso no es uso, es corrupción). Esos escaños deberían pertenecer a la sociedad civil, esto es, al conjunto de la ciudadanía, a sus representantes.

Claro que, con un ordenamiento con las cartas marcadas, la sociedad civil influye poco o nada. Queda inane. Vuestra opinión, vuestra voluntad como conjunto, deja de ser importante una vez depositáis el voto en la urna, pues quien legisla sólo está sometido a la disciplina de partido y no a los intereses generales como someramente hacen creer. Pensadlo, bien podrían existir en la cámara baja del Congreso media decena de sillones, en vez de 350 escaños y ninguno notaríamos la diferencia durante la legislatura.

Si cuentas con un mínimo espíritu crítico, habrás observado que la clase política se dedica a mentir sistemáticamente durante sus circenses campañas electorales. Independientemente de si éstas abanderan un color político u otro, lo más importante para este indigno gremio es acceder y mantenerse en el poder aún a costa de mentir deliberadamente a sus “electores“. Nada nuevo, lo hemos visto infinidad de veces.

Por tanto, es aquí dónde me gustaría detenerme e invitaros a la reflexión más importante de todas. Querría que lo meditaseis, para llegar por vosotros mismos a una inevitable conclusión: mientras la clase política domine, como su patio de recreo, el poder legislativo y ejecutivo, al tiempo que condiciona la estructura del judicial, estaremos avocados a la corrupción institucional. Para acabar con esto, bajo ningún concepto se les debe legitimar, ni a los partidos políticos, ni al sistema normativo (que es causa y no efecto de la podredumbre existente), formando parte de la pantomima electoral. Las condiciones actuales son inadmisibles.

Quiero cerrar recordando que la abstención ha crecido exponencialmente en los últimos tiempos y que venimos de escuchar al mismo Ministro de Asuntos Exteriores, García-Margallo, que “una abstención superior al 50% deslegitimaría por completo a todos los partidos políticos”. Ese compañeros, es el fin que debemos perseguir. Ciertos oligarcas erigidos, a través del engaño y el oportunismo, como falsos representantes populares lo saben y a ello temen más que a nada.

Transitamos tiempos de cambio, siempre ha sido así. El futuro nos pertenece y debemos decidir el rumbo a seguir. Son nuestras decisiones las que construirán la realidad política de España. Podemos dejar de alimentar al monstruo partidocrático, de legitimar sus actuaciones con un cheque en blanco que respalda este esperpento. Se puede rechazar esa papeleta trucada.

O podemos seguir como hasta ahora, yendo a votar, creyendo que ese acto colectivo representa algo más que un plebiscito vergonzante.

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