EspañaDecía Schumpeter que la participación en política de personas del saber intelectual producía en las mismas un efecto singular digno de estudio. Según el prestigioso economista, cuando un intelectual entraba en el juego del poder, tan pronto como iniciaba su andadura dejaba su intelectualidad apartada, y se comportaba como un ser inane, carente de la más mínima pericia mental, llevando a cabo actuaciones que en su esfera privada nunca las realizaría.

Este efecto psicológico del comportamiento puede reducirse a una mera anécdota sociológica, interesante de estudio, cuando afecta a cuestiones accidentales de la acción política. Sin embargo, la cuestión se torna mucho más grave cuando dicha debilidad mental se connivencia con un cierto interés personal de oportunismo político, llegando a afectar a la sociedad civil en su conjunto.

No es nuevo el debate político sobre ¿qué es España?; o más concretamente, si España se halla constituida por muchas Españas. El debate de las naciones en el seno de nuestra delimitación territorial estatal, es un viejo amigo de nuestras tertulias, un viejo acompañante que ya forma parte de la propia cultura política.

Siendo constatable lo citado, no es menos cierto que, hasta ahora, no se había planteado la plurinacionalidad federal por ninguno de los dos grandes partidos estatales. Ha sido, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, quien intentando conformar una nueva hegemonía electoral que mire, de nuevo, hacía la formación de la rosa en puño, ha incluido en su agenda política y en su ideario programático la plurinacionalidad de España con el fin de reconstituir el Estado español en un Estado federal. No ha sido el único político que ha incluido en su vocabulario político ese genitivo reduplicativo que es nación de naciones, también la portavoz del grupo parlamentario de Podemos, Irene Montero, ha espetado, segura de sí misma, en la tribuna del hemiciclo parlamentario que España es «un país de países».

Sería una empresa imposible intentar dar una respuesta a la cuestión suscitada en la agenda política sin saber con claridad a qué nos referimos cuando hablamos de una nación, ya que los defectos y errores que se cometen en el debate público derivan de un desconocimiento absoluto de los términos que se utilizan.

Acogiendo la argumentación del profesor Gustavo Bueno, el término nación posee tres acepciones posibles, con efectos distintos. La primera, haría referencia al término nación en su acepción biológica y se referiría a su concepción prístina. Con este sentido, el término nación, que deriva de la voz latina nāscor, se circunscribe al origen o nacimiento de algo. Cuando se utiliza con este significado podemos estar haciendo referencia al «nacimiento del pelo» o a la «nación de los dientes», por ejemplo.

La segunda acepción del término nación es la más utilizada y se refiere a la nación desde un punto de vista étnico o antropológico. Dentro de esta extensión se encuentra incluso la nación histórica o cultural.

Siguiendo este concepto, España se constituyó como una verdadera nación etnológica con la llegada de los Godos. Desmembrado el Imperio Romano, tanto los habitantes de las estirpes godas como los hispano romanos comenzaron a considerarse miembros de una nación independiente, con modos de vivir propios, a la que le dieron el viejo nombre romano: Hispania.

Esta conciencia de pertenencia a una casta, a una etnia residente en el territorio hispánico aparece de manera absolutamente irrefutable precisamente en el representante más cualificado de la cultura hispana: Isidoro de Sevilla (Siglo VI d.c.). Autor de la gran enciclopedia de la época, las Etimologías. (Cesar Vidal).

Nada impide la existencia de varias naciones étnicas en un mismo territorio. De hecho, es normal que las mismas confluyan dando lugar al enriquecimiento de las resultantes. Ese fue el resultado de la nación española. La influencia romana, visigoda, árabe o germánica dejó una impronta en el carácter españolista, en las costumbres, en las raíces, en los hábitos, en la lengua, en los modos colectivos de vivir, en definitiva, en la cultura, que individualiza y especifica los rasgos hispanos frente a otras naciones. Esta acepción es sociológica y no política.

Las naciones son como la lenta sedimentación que se va acumulando por el arrastre de las fuerzas continuas de las olas del mar. Son producto y resultante de la Historia, de la convivencia, de hechos voluntarios e involuntarios en los que no interviene consciencia ni planificación humana. La Historia de las naciones está plagada de sincronicidades y hechos accidentales alejados de proyectos sugestivos voluntarios. (Ortega). Dirá Disraeli que la nación es «a work of art and time».

Ahora bien, dejado claro lo anterior, y abordando la tercera acepción del término nación, si en un mismo territorio pueden convivir distintas nacionalidades étnicas, deviene imposible cuando hablamos de nación política. Aquí, permítanme la expresión, se encuentra la madre del cordero.

De lo que se habla en el debate político es de nación-es políticas y no de naciones étnicas, todas ellas conviviendo en un nuevo Estado Federal español. Y esta consideración es un imposible desde el mundo de lo político.

La nación política, sujeto constituyente, poseedora de la acción positiva constituyente, solo puede ser una, pues una e indivisible es la soberanía que la hace sujeto exclusivo del poder político, es decir, que la hace nación política.

La nación como unidad política colectiva con capacidad de obrar y consciencia de lo político (Carl Schmitt) cuya base descansa en su unidad e identidad social, se torna titular exclusivo y excluyente del ejercicio de su propia soberanía. Acción de un poder político que, mediante un proceso constituyente, dota al Estado de personalidad jurídica. Por ello, éste no es más que la personificación de la nación (Antonio García Trevijano).

Gerhard Leibholz, presidente del Tribunal Constitucional de Born desde 1952 a 1974, se preguntaba qué convierte un pueblo en nación. Y vino a decir que no lo hacía el nacer en una comunidad, ni tampoco un idioma común, sino la consciencia de su propio valor político cultural (J.T.Fichte), afirmando su existencia como una totalidad independiente, concreta y única.

Fue la Revolución Francesa la que nos trajo el concepto de nación política, a través de Enmanuel-Joseph Sieyés quien, en su celebérrima obra Qu’ estoce que le Tiers état?, tras interrogarse sobre qué es una nación, respondía: «Un corps d’associés vivant sous une loi commune et représentés par la meme législature»(Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y representados por la misma legislatura).

La nación es un todo político que encuentra su sujeto jurídico en el Estado. De hecho, la unidad que se le exige a nuestro orden constitucional lo toma de la única fuerza constituyente: la proveniente de la nación política española. Esta, como se sabe, se constituyó por primera vez en unidad política colectiva en la Constitución de 1812, donde vino a reconocer que la Nación española era la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios y la única residente de la soberanía (arts. 1 y 3).

No cabían y no caben dos sujetos constituyentes con la misma potencia en un mismo territorio. La titularidad de un poder político exclusivo, excluyente y único expulsa cualquier centro de poder que le haga competencia. La soberanía es única, la autonomía no.

Decía Leon Duguit, padre del Derecho Público y creador del concepto tan utilizado por la izquierda política, «la función social de la propiedad», que siendo la soberanía una e indivisible, como la persona de la nación que de ella es titular, los mismos hombres y el mismo territorio no pueden estar sometidos más que a un solo poder público. Siendo la nación una persona y siendo su voluntad el poder político soberano, concentra en sí todo el poder y no puede haber en el territorio nacional otros grupos que tengan parte alguna de la soberanía.

Este concepto de poder político soberano propio de Bodino y caracterizado por Rosseau fue incorporado al texto constitucional francés de 1791, como único, indivisible, inalienable e imprescriptible. Consagrándose que pertenece a la nación y que ninguna parte del pueblo ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio.

Por ello, es importante subrayar que el federalismo que ahora se defiende es la negación misma de la soberanía política del Estado. Esta forma de organización territorial está constituida esencialmente por el hecho de que en un territorio determinado no existe más que una sola nación y, sin embargo, en ese mismo territorio existen muchos Estados investidos, como tales, del poder público político soberano: un Estado central o federal, que es la nación misma hecha Estado, y los Estados miembros de la federación constituidos por colectividades locales.

Parecen olvidar quienes defienden esta organización territorial estatal, que esta forma de Estado se produce por una asociación previa de varios Estados que ya existen, los cuales se sujetan, ahora, al Estado central o federal. Es decir, sin previos Estados no puede haber Estado federal. Pero es que, además, esta forma de organización territorial estatal entraña otro problema. A saber: el Estado federal requiere un pactum unionis por parte de los Estados federados y un pactum subjetionis al nuevo Estado federal central. La clase política que defiende esta empresa no quiere ver que los movimientos nacionalistas españoles no son federalistas, sino estatalistas. Pelean por un Estado nuevo, autónomo, separado del Estado español. No quieren estar sujetos a un Estado central-federal español. Su voluntad es estatalista, es decir, la creación de un nuevo sujeto político-administrativo. Por ello, sería conveniente corregir la terminología que se utiliza, pues no es nacionalismo sino estatalismo.

La clase política de los partidos estatales debería asumir que el oportunismo político debe tener un corto recorrido en este asunto. El Poder convierte a los hombres en seres de ambiciones y pasiones. Sin embargo, la lucha por conquistarlo no puede ser a costa del propio Estado. La Historia, el Derecho, lo Político ponen de manifiesto que quienes defienden estas posturas se hallan alejados de art bien commun.

Y es que, como decía Augusto César Sandino, «la soberanía no se discute, se defiende con las armas en la mano».

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