Por el reino nunca nos conduzcamos, por parameras de paja deshebrada, sin saber tomar asiento en coche de Estado.

Estas breves escenas son un depurado resumen de la degeneración decadente del régimen monárquico corrupto español. La jefa del Parlamento sale del edificio, acompañada del secretario general, para tomar el coche de Estado, escenificando acudir a una visita al rey Felipe El Preparao, en el contexto del teatrillo conducente a la designación del presidente del Gobierno. Que en España es, de facto, el verdadero jefe del Estado.

El absoluto desorden y anarquía en el que se desenvuelve la escena es de dispendiosa degeneración, donde una nube de gentecilla preguntona, de lacayos y de guardianes, tratan de arropar a la procerosa que, incauta de sí, acomete la entrada en el coche de Estado. Como querenciada de morlaco en manga de manijero, con hierro de marcar encastes, cegada de frente. Con lo que se ve en la necesidad de humillar sus rodillas para acometer el posado en los asientos del coche, revirando después su cuerpecillo, que deja caer como bulto de paquetería en almacén, con tanta ansia de paz como de venturosa dicha ante tan afanoso empeño en pos del palurdo españolazgo.

Simultáneamente, el mayordomo mayor a su servicio, con las manos en los bolsillos, que es lo nunca visto en materia de servidumbre doméstica, se dedica a observar en la distancia, sin atender a su señora. Y uno de los guardias de a salto de mata, que no de asalto, hace vagos ademanes de contención de la turbamulta preguntona, mientras se ríe de la situación. Ella, toda digna pero con los achaques de altiva, taimada y soberbia que ha adquirido a fuer de contagio en ese lupanar, después de lograr su espacio en los adentros del coche de Estado, profiere un “¡muchas gracias!” a la nada y a nadie, cuando quería decir “¡no, besos ahora no, que no me late!“, lo que sella un oportuno portazo del lacayo conducente.

Encaminado ya el coche hacia la senda que ha de conducirle al viaje a ninguna parte, unos guardias con uniforme tratan de abrir paso a la comitiva, en medio de la nada de un patio vacío, aunque más lleno que el edificio al que sirve. Estamos, como vemos, ante el esperpento español resumido en unos instantes.

Todo en el reino corrupto de España es así de esperpéntico, como pagar jornal a un lacayo del servicio doméstico para que te ignore con las manos en los bolsillos. Es todo tan ideal que te suspende de dicha.

Para evitar estas broncas y cansancias escenas, siempre ha sido útil costumbre entre las familias afectas al sostén del reino por designio del natural, enseñar equitación a los niños para que sepan acompasar la rítmica del galope con los recuerdos del relincho de los caballos. Y así lograr ejecutar con elegancia los ademanes de tomar coche, especialmente cuando se trata de mujeres que, por aprender de amazonas, dejan así los vicios de ser espantadizas, desconfiadas o bravas musitando un falso y repelente “¡muchas gracias!” a pie de coche. Porque al conocer el arte de la montura con fineza gallarda, aprenden a no herir con las espuelas ni a fustigar con maldad al populacho, al llevar las riendas del Estado. No caigamos en el error de conducirnos por el reino a través de parameras de paja deshebrada, sin saber tomar asiento en coche de Estado.

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