Hemos pasado del non est potestas nisi a Deo de San Pablo al non est potestas nisi a partibus del Estado de partidos: del “no hay poder que no provenga de Dios” al “no hay poder que no provenga de los partidos”.

La sentencia del de Tarso no es poca cosa. Implica que el poder terrenal es irreal, dado que el poder último reside en la omnipotencia divina. El poder de Dios es creador, constituyente de todo lo que existe. El mundano, en cambio, es un poder constituido sin capacidad de creación, limitado por lo existente. Andando el tiempo, esto provocó un largo conflicto entre la Iglesia y los monarcas –sobre la legitimidad del ejercicio del poder terrenal– que acabó por saldarse con el derecho divino de los monarcas –que, a su vez, fue superado cuando Napoleón se negó a ser coronado emperador por el Papa y se coronó a sí mismo–.

Los siglos enseñaron a la humanidad que no tenía por qué aceptar pasivamente que la toma de decisiones en los asuntos que le afectaban estuviera, por gracia divina, en manos de monarcas, aristócratas o la Iglesia. Con las revoluciones inglesas, americana y francesa, descubrió que tenía derecho natural a tomar parte en esas decisiones. Y aún más importante: la humanidad descubrió que el conjunto de sus individuos era el único legítimo depositario del poder constituyente terrenal.

Los distintos cuerpos sociales se reunieron, entonces, en grupos para defender sus intereses comunes. Cada uno de estos colectivos adoptó el discurso de que la defensa de los intereses de sus integrantes implicaba la defensa de los intereses de todos, aún incluyendo a los que no formaban parte de ese grupo. Hoy reciben el nombre de partidos.

¿Qué ha cambiado desde entonces? Si los monarcas y la Iglesia ayer se arrogaban el poder constituyente –el que establece cuáles son las reglas del juego político–, ese espacio está hoy ocupado por los partidos. No está un peldaño más cerca de los ciudadanos, el obstáculo ha cambiado de nombre. Pero aún es el mismo obstáculo: “El poder es mío por derecho, yo velaré por ti”. Este era el discurso de los monarcas, de los aristócratas, de la Iglesia y hoy de los partidos.

Los partidos son imprescindibles. Son el producto de la libertad de asociación, que es irrenunciable. Ahora bien, es enemigo de la sociedad cualquier partido que pretenda o de hecho se arrogue los poderes políticos que son natos a cada individuo: el de elegir de forma directa a su Gobierno, el de ser representado y, aún más importante que los anteriores, el de constituir las reglas del juego político bajo el que vivirá. Los divinos que usurpan –mediante su integración en la maquinaria del Estado– los poderes políticos de cada ciudadano son enemigos de los ciudadanos.

Esta es la realidad contra la que trabaja el divinizado Estado de partidos: no hay poder que no provenga de los ciudadanos.

 

 

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