Cuando una sociedad abandona sus valores, se desnuda a sí misma de principios. Quien carece de convicciones va a la deriva porque ha renunciado a tener rumbo propio. Esa sociedad es el huésped en el que prosperan los vendedores de consignas.

La dejación de pensar provoca la infantilización de ese grupo social. El entretenimiento se convierte entonces en una ocupación. La sociedad llena las horas viendo películas, series de televisión, concursos, magazines y tertulias. El reconocimiento social ya no recae en los profesionales de éxito, sino en los que salen en la tele. Los chavales ya no quieren ser profesores, médicos, ingenieros o abogados de prestigio. Quieren ser famosos como si la celebridad constituyera por sí misma una actividad profesional.

De este modo, aparecer en la tele es convertirse en referente intelectual. No es cuestión de hacer de menos a nadie, sino de poner las cosas en su sitio. El conocimiento y sabiduría que subyacen a Julio César son mérito de Shakespeare, no de James Mason haciendo de Bruto o de Marlon Brando haciendo de Antonio: el referente es Shakespeare, no Mason ni Brando.

La política de entretenimiento es el triunfo del continente en detrimento del contenido.

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