Gregorio MoranGREGORIO MORÁN

Nunca creí que podíamos caer tan bajo. Me gustaría pensar que se trata de una exageración por mi parte, pero no puedo menos que darle vueltas a cómo ha sido posible llegar a este punto. Mientras medio mundo se propone responder con informaciones que ayuden a una sociedad maltratada –y hay pocas como la nuestra– donde la impunidad del poder es tan absoluta que puede decidir qué se publica y cómo, y quién lo escribe y de qué manera. La sociedad real en países como Italia, Francia, Portugal –sí, Portugal–, Gran Bretaña o incluso Estados Unidos, los profesionales se esmeran por tratar de romper los corsés que impone el poder. En México ser periodista es una profesión de dignidad y alto riesgo.

Nosotros no. La marca España del periodismo está basada en encontrar los resquicios graciosos, o insólitos, de una sociedad que ha decidido proteger la impunidad y atenerse estrictamente a las orientaciones de los grandes bufetes de abogados –“como te pases, chaval, te crujo”–. Ni nombres ni apellidos ni nada que pueda comprometerlos. Ya pueden detener a traficantes, intermediarios, blanqueadores, delincuentes probados –la imagen de Millet en silla de ruedas debería incorporarse a una variante de la pena de telediario: estafadores maltrechos, de salud delicada. ¡Quién no echará una lágrima por ese hombre martirizado por la implacable justicia!

Siento vergüenza del país en el que vivo. Lo digo sin rubor, ya no tengo edad para pamemas. Más de cinco millones de telespectadores españoles han contemplado entre perplejos y alucinados un programa en el que unos graciosos, algunos más ajados y trabajados que los manipuladores de la CNN, les explicaban el 23-F versión posmoderna, aquel golpe de Estado que acojonó a la población española y resultó que no era más que un chiste cinematográfico montado por ese golferas divertido que siempre fue José Luis Garci, y unos periodistas de los denominados “de prestigio”, Fernando Ónega y Iñaki Gabilondo, veteranos conocedores de eso que antaño se denominaban “recomendaciones” desde que empezaron su exitosa carrera profesional. Si alguien se diera por aludido en su honor, animo a abrir el baúl de las hemerotecas que hayan sobrevivido a las quemas.

Confieso que no vi el documental Operación Palace hasta días más tarde de cometida la estafa. Debo admitir que a mí el payasete de Jordi Évole me divierte, porque hace algo insólito en el periodismo español: pregunta sin circunloquios. Y eso tiene mérito. Si ustedes escuchan las entrevistas descubrirán que los periodistas españoles, en general, ejercen de Cicerón e inician sus preguntas a los poderosos con unos circunloquios que superan la vieja filosofía, herederos quizá de la llamada escuela heleática de Jesús Hermida: “¿No cree usted, señor ministro, que en la actual coyuntura las propuestas de su departamento podrían interpretarse como… bla, bla, bla?”. En el periodismo normal de un país normal, esa fauna estaría en la calle, por fraude y aburrimiento, u ocupando las suculentas asesorías de imagen empresarial. Pero aquí se permite que puedan hacer ambas cosas y eso crea una rara simbiosis que lleva al espectador a dudar de que seamos gente decente. Probablemente porque no lo somos.

Jordi Évole resulta un buen entrevistador porque hace una pregunta y no pide disculpas. Los periodistas españoles nos disculpamos antes de decir a un estafador que ha delinquido, o a un banquero que ha robado, o a un político que ha mentido como el bellaco que es. Los periodistas españoles tenemos miedo, un miedo tan acojonante que traspasa los límites de la decencia. Pero este simpático payasete preguntón se ha metido en un lío de envergadura: el 23-F de 1981.

En esta historia no hay inocentes. Puede haber tontos útiles o inútiles, pero cada quien sabe de qué va la historia salvo este chaval que tenía 8 añitos en 1981. Los salvamanteles del periodismo apelan a Orson Welles y su programa radiofónico sobre la invasión de marcianos, o a la falsa llegada a la Luna que programó el gobierno de EE. UU., en la época de Bush y que fabricó Stanley Kubrick, ya casi póstumo, con su señora, muy bien pagados, cuando el Pentágono no quería seguir con el programa lunar. Más interesante fue la sorpresa de la televisión belga al anunciar la separación del país. Nada que ver con lo nuestro.

El 23 de febrero de 1981 se produjo un golpe de Estado. Se liquidaba al presidente Adolfo Suárez y se coartaba el nombramiento de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo. Fue una operación política de envergadura en el que estaba implicada desde su majestad hasta los poderes económicos, los medios de comunicación y el todopoderoso ejército. Evaluemos el volumen de la falacia teniendo en cuenta que más de cinco millones de españoles, buena parte de ellos con parecidos añitos que el manipulador inconsciente de Jordi Évole, serán quienes a partir de ahora tengan siempre la duda de si fue un golpe o una parodia.

Pero detengámonos en la parodia de esta Operación Palace. Adolfo Suárez está de acuerdo, ¡en plena sintonía con el Rey! La clase política también, con la única duda de si los inmarcesibles líderes socialistas –Felipe y Guerra– deben pasar por el sonrojo de echarse al suelo y esconderse bajo los escaños. Lo cuenta el malvado de Leguina en un ajuste de cuentas que huele a bilis de resentimiento. Nadie queda bien, nadie salvo su majestad y José Luis Garci, el de la farándula.

Si estos graciosos han sido capaces de una manipulación de tal envergadura es porque la Transición, con mayúscula, tiene un lunar que hace de melanoma canceroso: el 23-F y la idea de emascular la democracia apenas emergente. Estos chicos, chaperos de la historia, tipo Jordi Évole, cobran por pieza, sepan o no sepan. No importa que lo entiendan. Pero Luis María Ansón, Fernando Ónega e Iñaki Gabilondo, veteranos del apaño, sí. ¿Y en qué consistía el secreto? Que Adolfo Suárez debía ser liquidado, que no era necesario llegar a un hombre frágil y soberbio como Leopoldo Calvo Sotelo. Bastaba con Alfonso Armada, el general con aspiraciones a generalísimo, que podía llevar un gobierno que diera rienda suelta a lo que más añoraban las clases dirigentes españolas, sin distinción de catalanas, vascas o gallegas. El orden. Para volver a recordarles a las izquierdas que habían perdido la guerra, la posguerra y la transición. Lo que en expresión del golpista Mola al comienzo de la contienda civil denominaba “un escarmiento”. Lo expliqué con pelos y algunas señales en Adolfo Suárez, ambición y destino (2009), para evitar repetirme, amén de que por autocensura no podría hacerlo.

¿Cómo es posible que más de cinco millones de españoles hayan visto esta manipulación en la que se mezclaban la desvergüenza de los que sabían y los graciosos palanganeros, que no haya sido denunciada como el comienzo –no sé si la continuación– de una manipulación histórica de amplio espectro? Por qué esa humillación cinematográfica a Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado, desaparecidos de la vida, convertidos en carroña para que un tipejo como José Luis Garci soñara la película que nunca hizo y que a buen seguro le hubiera pagado Alfonso Armada con unos ramilletes de orquídeas, que era lo suyo tratándose de hombre tacaño y rezador.

La historia de España contada por un payasete que no tiene ni idea de nada que no sea lo que le dictan unos periodistas con el riñón cubierto de servicios a los diferentes gobiernos y a sus jefes, sumado a un resto de políticos náufragos de inanidad pero cobrando del erario, y un director de cine, el único que hace su oficio, convirtiendo a los guardias civiles que nos hubieran volado la cabeza de haber salido victoriosos en extras inofensivos que saltan por las ventanas del Congreso de Diputados. ¿De verdad vivimos en un país real o en el que nos hace creer ese periodismo corrupto al que la gente se muestra tan adicta? “Mira, chaval, esto es como el fútbol. Una estafa. ¿Pero verdad que mientras dura te diviertes?”.

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