Decía Voltaire ama la verdad, pero perdona el error. Efectivamente, el error como contrario a la verdad es exculpable, pues no exige intencionalidad para su propagación. En cambio, en su concepción opuesta, la verdad como contraria al engaño reside en la duda que se abre paso aniquilando toda premisa artífice de la mentira, no da cabida a una permisividad graduada por reminiscencias o parámetros, no tolera supercherías cuyas connotaciones sean frutos maleados por la mediatización, ni admite analogías inconclusas susceptibles de performar el imaginario colectivo a partir del verbo adornado con aporías biensonantes. Al no ser volitiva, la verdad no requiere de fetiches o dramaturgia, del mismo modo que su eventual adecuación a ciertas preferencias no la condiciona, ni mucho menos determina. Prístina y obstinada, su esencia, por primigenia, es profunda y firme, o, por decirlo con Machado, es lo que es, y sigue siendo verdad, aunque se piense al revés.

La racionalidad no se debe asociar con la propaganda, pues cuando el ansia velada por contradicciones insuperables pretende dotar de universalidad a medias verdades y argumentos torticeros, los silogismos derivados de presupuestos capciosos se yerguen como axiomas y corolarios oficialmente incuestionables, imposibilitando el pensamiento crítico de la sociedad y ensoberbeciendo a los voceros paniaguados, quienes no por grandilocuentes resultan menos perniciosos, sino todo lo contrario. No hay perdón para los teatreros que diezman la capacidad lógica de una comunidad, como no hay perdón para los déspotas que privan de la libertad política a la nación que fingen representar.

Yo digo, pues, ama la verdad y no toleres la mentira.

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