responsabilidadTodas las decisiones tienen consecuencias. Las tienen las que toma cada persona en su ámbito privado y las tienen las que toma una sociedad como colectivo. En la misma medida en que cada individuo es responsable de sí mismo y de su vida, el estado de cosas actual y el modo en el que nuestra sociedad está organizada es responsabilidad de todos.

Responsabilidad es hoy una palabra muy poco apreciada. Cerrados los ojos a la realidad y abiertos de par en par a las ensoñaciones jaujianas, la sociedad y los individuos que la integran renuncian a ser responsables de sí mismos. Puestas todas las esperanzas y energías en la nueva religión, las masas oran: el Estado proveerá.

Y de estos polvos llovidos de consenso baja en aluvión el lodo de la infantilización occidental. Esta correntía encuentra todos los caminos que llevan hasta las puertas de todas las casas. El asfalto y el pavimento de las aceras del entorno urbano –junto al frenesí de los avances tecnológicos– han llevado a las sociedades prósperas a olvidar que son responsables de sí mismas y de sus destinos, del lugar que ocupan en el mundo. Ese lugar no ha cambiado porque aún somos lo que éramos: animales conscientes de su propia existencia encadenados a las leyes de la naturaleza en la que viven.

Hoy es 4 de julio. Se cumplen 241 años de un acontecimiento que marcó un punto de inflexión en el devenir humano, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. La relevancia de este hecho no estriba en la rebelión de 13 colonias contra un Imperio, sino en que el texto de esa declaración solemne sitúa al ser humano en el centro mismo de la responsabilidad de su propia existencia. El acontecimiento local es trascendido por el descubrimiento y el sostenimiento con los hechos de una verdad moral universal de la que ya había hablado John Locke: todos los seres humanos nacen libres y se organizan en sociedad con el único fin de defender su libertad y su seguridad; que para ello crean gobiernos cuyo poder procede exclusivamente del consentimiento de los gobernados; y que cuando esos gobiernos destruyen la libertad y los derechos de los gobernados, éstos conservan el derecho a destruir esa forma de Gobierno que los amenaza para crear otra que garantice su libertad y su seguridad.

Hacer hoy estas afirmaciones en la plaza pública conlleva el inocuo desdén de los adoradores del Estado, pero también la muerte civil. Hace 241 años, sin embargo, suscribir estas palabras costaba la vida porque eran –como aún lo son– una amenaza para el poder del Estado. Sus firmantes se comprometieron así: “Para sostener esta declaración nosotros empeñamos mutuamente nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor”. Vida, fortuna y honor puestos en juego por una única razón: la certeza de ser responsables de todas las consecuencias del ejercicio de la libertad.

Este extraordinario documento nos enseña que todos los males políticos que soportamos tienen una única fuente: nuestro consentimiento. Y una única solución: nuestra responsabilidad. El ser humano nace libre y nadie puede sustraerle el ejercicio de su libertad. Basta con obrar, con dejar de consentir –porque nadie puede evitarlo– la forma de Gobierno que nos impide ser electores directos de nuestro Gobierno; basta con ser responsables de las consecuencias de este ejercicio de la libertad. Pero, ay, la calidad de esta rebelión pacífica es insuficiente para llegar a prosperar si no se le une la cantidad.

Si la contrapartida de los derechos son las obligaciones, la contrapartida de la libertad es la responsabilidad. Esto no vale únicamente para derribar pacíficamente el Régimen del 78 y conquistar la III República Española en la forma de una República Constitucional que separe los poderes del Estado y establezca la democracia como forma de Gobierno. Vale también para el pueblo venezolano y toda la América española. Vale para toda Europa. Vale para las sociedades musulmanas que consienten gobiernos que las sumen en una miseria ya milenaria; que les impone leyes de dioses en detrimento de las leyes de los hombres; y que los anima a matar a todo el que ponga su fe en otro dios. Vale para todo el orbe. Y para todos tiene la libertad la única servidumbre moralmente aceptable, la servidumbre de la responsabilidad.

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