La auctoritas declarativa de la Ley que pertenece a la Nación tiene su correlato en la potestas judicial del ejercicio exclusivo de la función jurisdiccional para juzgar y hacer cumplir lo juzgado, lo que configura en realidad a la Judicial como facultad estatal, denominada imprecisa y tradicionalmente “Poder”. Tal carácter arbitral de conductas lo define como neutro, titular monopolístico de la capacidad de concretar derechos genéricamente reconocidos.  Esa Justicia Legal exige que para cumplir su misión esté libre de influencias o intervenciones extrañas que provengan no sólo del Gobierno o del Parlamento, sino también del electorado o cualquier otro grupo de presión.

La independencia judicial no se podrá alcanzar nunca si el llamado Poder Judicial depende del poder político en la elección de sus órganos de gobierno. Además, esa independencia funcional queda vacía de contenido si no existe una correlativa independencia económica garantizada al margen del decurso político, ni si la investigación penal se encarga a la policía administrativa dirigida por los mismos titulares gubernamentales encargados de la represión delictual y seguridad interior.  Su consecuencia es la impunidad de la corrupción política. La limitación de ese poder estatal a manos del Judicial queda garantizado por la identificación de la Sociedad Civil tanto con la lege data como con la lege ferenda gracias a mecanismos verdaderamente representativos de producción normativa, sustituyendo al arbitrario y desfasado concepto de orden público aún presente en el vigente ordenamiento jurídico.

Así la Ley, por fin manifestación de la voluntad ciudadana,  junto con la elección democrática del órgano de Gobierno de los Jueces de forma mayoritaria por el amplio cuerpo electoral técnico de todos los operadores jurídicos, no sólo magistrados, canaliza los intereses contrapuestos intrínsecos al ejercicio de esa facultad estatal y ordena su vida diaria, que queda higiénicamente delimitada por el ámbito de actuación que le es propio y ningún otro más, evitando a la vez tanto las perniciosas injerencias políticas, como el juicio social paralelo y preconcebido por muy repugnante que sea el ilícito juzgado. Sin esa sincronía entre la Ley y la representación, el concepto de Estado de Derecho queda reducido a su simple equiparación con el de imperio de la ley positiva, sin importar la forma de producción normativa ni su control constitucional efectivo.

Nada que ver con su enunciación original por Robert Von Mohl en su brillante formulación para conseguir la limitación del estado policía (Rechtstaat). Para darnos cuenta del actual significado raquítico del término, hoy de tan manido uso propagandístico, ha de contrastarse con la definición de Adams de “República de Leyes”. En este último concepto es pieza clave el deber de obediencia a la norma como consecuencia ineludible de su producción a través de verdaderos representantes de la ciudadanía mediante los mecanismos de propuesta y promulgación legislativa. Sólo en la medida en el que intervienen en ese proceso representantes con mandato imperativo de los ciudadanos exclusivamente, la norma alcanza su carácter coercitivo.

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