Manuel Garcia Viñó

MANUEL GARCÍA VIÑÓ.

Habría que acudir de nuevo a la Astrología para intentar averiguar cómo, en 1995, llegamos a juntarnos unos que antes no nos conocíamos, pero que traíamos a cuestas un parecido bagaje, porque habíamos conocido, más o menos, aquella eclosión de poesía, humanismo y nueva filosofía antisistema tecnocrático y capitalista. Porque en La Fiera hay un grupo de universitarias –todas son mujeres— jóvenes. Pero, de los demás, hay quien participó en los acontecimientos del Mayo francés, quien formó parte del círculo del sociólogo de la literatura Lucien Goodman, quien, doctorada en Filosofía en la Universidad de Nanterre, adoptó el situacionismo; quien, estudiante en Berkeley, conoció personalmente a Herbert Marcuse y Alan W. Watts. Y a Zuzuki. Y quienes, en fin, desde aquí, habían seguido –y se habían enamorado de— esos movimientos, ese movimiento.

 Ese movimiento esperanzador que, lamentablemente, el sistema terminó engullendo, convirtiéndolo en un folklore. Era el momento del predominio de los medios de comunicación de masas, que lograron que todo lo que no estuviese en ellos no existíese.

 Algo de aquello, sin embargo, quedó alimentando algunos espíritus y, en nuestro caso, se aplicó fundamentalmente a la novela, porque todos éramos filólogos o novelistas. A la novela y a la política de difusión de las novelas.

 La novela había sido una de las primeras víctimas del nuevo estado de cosas. Porque, desde principios del siglo XX, había dado un giro copernicano hacia la condición de obra de arte literaria. Antes, ni los más grandes novelistas del siglo XIX pretendían ni consideraban la novela como un arte. Los estudiosos la descartaban por su prosaísmo. Pero he aquí que los Kafka, los Faulkner, los Hesse, etc. y Virginia Woolf, hasta Butor, Robbe-Grillet, Claude Simon, Claude Ollier, Samuel Becket, Andrés Bosch, Carlos Rojas, Antonio Risco, Juan Ignaio Ferreras, etc. empiezaron a demostrar que la novela podía ser una obra literaria con valores estéticos, esto es, una obra de arte.

 El momento de las grandes esperanzas para los amantes de la novela fue abortado por la irrupción brutal del capitalismo en las editoriales. Los caníbales –en primer lugar norteamericanos, en seguida imitados por los europeos– cayeron en la cuenta de que ahí había unas empresas que laboraban de manera artesanal y apenas producían beneficios artesanales. Decidieron hacerlas fructíferas a su modo. Y la primera fase de este modo consistió en formar un público consumista amplio, para lo que había que darle lo que este público era capaz de asimilar. Fue por esto por lo que se resucitaron las fórmulas decimonónicas, la novela de aventuras, el realismo, el costumbrismo, .. Y otras formas marginales, más propias de la radio y la televisión, como los novelones y los culebrones. Así nació la nefasta industria cultural, que convirtió el libro del objeto de uso que siempre había sido en objeto de cambio, creándose un ambiente en el que no tenía lugar el intento de hacer de la novela una obra de arte. Como ha escrito Gilles Deleuze, en un ambiente así, un nuevo Kafka no habría encontrado editor. Como digo yo, en un ambiente así, aventuras como la de La Fiera son ignoradas por las páginas culturales de los periódicos y los suplementos literarios, para quienes resulta delictiva nuestra lucha por intelectualizar la novela, hacerla vehículo de ideas, valores estéticos, novedad formal, libertad, literaturización en suma. Y no se puede obviar lo que esa actitud tiene de acomplejamiento, ya que ellos saben donde está la verdad, pero no la pueden ejercer, porque dependen, y están condicionados, por la publicidad de las editoriales. Editoriales que, además, acaparan los espacios de las librerías, en las que no dejan sitio para ningún libro, generalmente publicado por heroicas empresas de edición, al que pueda conllevar la novedad y la diferencia.

 Sí encontraron, en cambio, su lugar los escritores que se plegaron, que traicionaron a la Literatura y se avinieron no sólo a hacer un determinado tipo de novela “vendible”, sino también a entrar en todos los juegos sucios ideados por los editores para vender: los premios apalabrados, el marketing basado en supuestas realidades, los críticos a sueldo, los apaños con los medios, la confección de listas de más vendidos, la colaboración con las grandes superficies, las obras por encargo… En otra parte de esta web se puede ver la lista de los que, como Muñoz Molina, Maruja Torres, Savater, Antonio Gala, Ángela Vallvey, Espido Freire, Rosa Regás, Juan Manuel de Prada, Álvaro Pombo, Juan Benet, Juan José Millás, Lucía Etxebarría, Francisco Umbral, Eduardo Mendoza, Camilo José Cela, etc., etc. hasta casi todos –que serán todos cuando les toque el turno a los que están en lista de espera– , se han chanchullado con el presidente de Planeta u otra editorial para “ganar” un premio, hacerse publicidad y vender libros. Lo que incluye una frívola representación en un lujoso hotel de Barcelona, incompatible con la dignidad del escritor que, como dijo Nietzsche, escribe con su propia sangre. Es trágicamente cómico, para quienes amamos la literatura o, como mínimo, la honradez, ver a personas de la Casa Real, al Ministro de Cultura, el presidente de la Generalitat, a profesores y escritores bendiciendo con su presencia un “premio” que, sobre estar amañado, quien lo convoca se lo va a conceder a sí mismo, a un libro que él va a publicar.

 Todo esto ha producido un tipo de escritor profesional perteneciente a la fauna de los repudiados por Nietzsche. Para Nietzsche, hacer una profesión del estado de escritor es, cuando menos, una forma de estulticia. En las entrevistas que continuamente les hacen, estultos como Pérez Reverte, Muñoz Molina, Almudena Grandes, Maruja Torres, Lucía Etxeberría (que se adorna diciendo que se abre camino en el mundo literario con las tetas), Eduardo Mendoza, Espido Freire, etc. se declaran profesionales de la novela, y hablan más de ventas y ganancias que de literatura.

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