Gabriel Albiac

GABRIEL ALBIAC.

Los mártires del terror tienen poca esperanza de alcanzar sus objetivos y de sobrevivir a sus operaciones

SI, en el shock que siguió a la carnicería de Boston, un partido opositor hubiera atribuido a su gobierno la culpabilidad del atentado, habría sellado su suicidio. Exactamente lo contrario de lo que sucedió en Madrid en 2004. Es lo que, formulémoslo o no, nos hiere a todos, porque toca una quiebra crucial de la España moderna: el enfermo deseo de ser destruidos.

Si bien se mira, el proceder ahora seguido es el que impone la lógica. Está hecho de dos factores: silencio oficial mientras la investigación despliega sus diligencias, colaboración de la ciudadanía en transmitir cuantos datos puedan facilitar el trabajo policial. Primero, se hace todo lo necesario para localizar, combatir y destruir al enemigo. Una vez que esa tarea concluye con éxito, se pasa a analizar los errores y a revisar los dispositivos que fueron ineficaces. Es la rutina defensiva en cualquier país que no esté loco. No en España.

De aquel negro 11 de marzo de 2004, guardo un recuerdo de la vileza humana que no me autorizaré a olvidar nunca: el de una noche de víspera electoral atronada por los gritos de quienes cargaban al gobierno con la culpa de los doscientos asesinatos. Yo, que no suelo votar, me levanté a primera hora aquel domingo para dejar en las urnas mi estéril certeza de que algo muy parecido a un golpe de Estado había sucedido. Y que había ya triunfado, al conseguir que una muchedumbre -irracional, pero muchedumbre- expresase de aquel modo obsceno su apoyo a los asesinos islamistas. Fue una herida anímica, la de aquellos días, que no curará fácilmente en el alma española. Una herida que se complacieron en abrir quienes vieron en ella ocasión para el triunfo electoral, sobre el único cimiento de una consigna canalla: la de que «España no se merecía un gobierno que mintiese». Aún hoy, cuando sigo viendo en jovial ejercicio de oficio y sueldo a los políticos que hicieron de tal fórmula ariete contra su nación, una honda náusea me puede. ¿Cómo convive con sus recuerdos gente así?

Los Estados Unidos son, una vez más, el contraejemplo. Lo fueron ya en 2001, cuando ante lo que tenía dimensión de ataque bélico, el gobierno americano respondió con la guerra. Hasta ganarla. En lo cual tuvo el apoyo de la oposición y el respaldo mayoritario de la ciudadanía. No hubo retórica entonces, como no la ha habido ahora. Se proclamó lo primordial ante la emergencia: el propósito presidencial de no rendirse. Y se puso en funcionamiento, en cada caso, el dispositivo adecuado: militar en 2001, policial en 2013. Con costes muy diferentes -porque muy diferente era el envite, aunque formara parte de una única partida, la de la guerra yihadista-, las dos respuestas obtuvieron el objetivo buscado.

Hoy, Bin Laden está muerto, la retaguardia de la yihad, muy deteriorada, y los mártires individuales del terror tienen poca esperanza de alcanzar sus objetivos y aún menos de sobrevivir a sus operaciones. A esa voluntad ciudadana de combatir por su condición libre, llamaron los clásicos democracia.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí