Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ.

Ahora que Gallardón ha ganado la partida manteniendo las tasas judiciales a cambio de rebajarlas hay que estar alerta a su nuevo envite, la entrega de la instrucción penal a la fiscalía. Y sí, han leído bien, ha ganado la mano porque apostando inteligentemente al alza ha conseguido el respiro aliviado del justiciable que se conforma con la minoración de las tasas como mal menor. Era un cálculo de jugador experto. En la maldad, pero experto.

Tras haber denunciado en la oposición la pretensión de Caamaño de entregar a la fiscalía la instrucción penal, ya en su programa electoral de las últimas elecciones, tanto el partido conservador como su rival socialdemócrata incluían la propuesta. Ambos  invocan razones tanto de obsolescencia del texto en vigor (original de 1.882) como de agilidad en la Administración de Justicia.

Reunión de rabadanes, oveja muerta. Y cuando el consenso partidocrático delata una coincidencia así, es de temer que esta promesa electoral sí se cumplirá. El nuevo contenido de la prometida Ley Procesal Penal, resulta extremadamente preocupante por cuanto apuntilla sin recato la ya inexistente independencia judicial. Se trata ni más ni menos que de sustraer a los Jueces de Instrucción la función investigadora de los delitos para atribuirla directamente a la Fiscalía.

La atribución de la función instructora a los fiscales, que a día de hoy ya existe en el ámbito del enjuiciamiento penal de los menores, no supondría quiebra del principio de separación de poderes si la Fiscalía y la Judicatura integraran un cuerpo Judicial único e independiente de los restantes poderes como ocurre, por ejemplo, en los Estados Unidos. Por el contrario en España, al constituirse el Ministerio Público como una estructura jerárquica dependiente de un Fiscal General de Estado elegido directamente por el Presidente del Gobierno, la independencia a la hora de perseguir, investigar y calificar conductas delictivas se pone directamente en manos de la clase política dirigente.

La jefatura en la investigación de todos los ilícitos penales se va a entregar a un comisario político elegido por el ejecutivo y que, no puede ser de otra forma, se muestra siempre dócil y complaciente con quien le nombra. Los Conde-Pumpido, Bermejo y Cardenal de turno decidirán sin filtro ni cortapisa judicial alguna qué delitos se investigarán y como se calificarán penalmente las conductas sociales. Tal escándalo merece una especial llamada de atención, porque la ciudadanía tiende a observar este tipo de cuestiones como problemas estrictamente técnicos cuando en realidad afectan de lleno a la existencia misma de la Justicia como bien deseado por todos.

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