Tras dos mandatos, Barack Obama dejará su sillón en el Despacho Oval, en favor de Donald Trump, el próximo 20 de enero. Si bien es cierto que el tema más recurrente estos días es la dicotomía Trump-Hilary y lo que nos deparará el futuro, me temo que yo soy de los que gustan de sacar conclusiones una vez terminado un proyecto. No cuando arranca.

Obama, pues, ha sido una decepción en casi todos los sentidos. El dandi afroamericano con conciencia de clase, de porte elegante y decidido. Ese gran orador, del brazo de una mujer igualmente (sino más) carismática e inteligente, acudiendo al United Center con esas hechuras de presidente tan innatas en Barack. ¿Qué podía salir mal, verdad? Al final, ha resultado ser mucha fachada y poco convencimiento político. En tono de chanza y como diría el propio D. Antonio García-Trevijano, “se ha convertido en el negro más blanco de los Estados Unidos”.

En 2008 el primer presidente negro estadounidense representaba un símbolo, un punto de inflexión que se presumía crucial y lleno de posibilidades. Obama era el emblema del último primer paso hacia la integración étnica total en la sociedad y estamentos norteamericanos, históricamente segregados. Aquello, acompañado del histórico “Yes, we can”, le dio un increíble respaldo popular. En esta línea se postulaba como la ruptura del modelo político de George W. Bush. Todo esto, presumiblemente.

Durante su segundo mandato se han sucedido numerosos incidentes raciales de gran calado, y no ha sabido transmitir un mensaje de conciliación que ahondara en la psique, ni de la comunidad afroamericana, ni de la anglosajona caucásica, ni siquiera en la de sus propios cuerpos policiales. No hay duda de que la brecha racial persiste con más fuerza que hace ocho años. Si no me cree, pare un segundo de leer y repase, de arriba abajo, al nuevo presidente electo y su discurso.

Su medida estrella en política interior, “Obamacare”, cuya abolición ya está en vías de ser aprobada, ha sido un despropósito nacional en lo institucional; económico en lo fiscal; y social en lo sanitario. Reconocido este fiasco como tal, tanto por los propios ciudadanos, como por técnicos, juristas e historiadores.

Llegados a este punto, me gustaría dedicar unas líneas al flagrante espionaje al que, sin pestañear, se ha sometido a medio mundo. Literalmente, desde ciudadanos de a pie hasta líderes europeos. Tras lo cual se ha tenido la decencia, supongo que para correr un tupido velo, de promulgar una ley por la que se limitaba el espionaje de la NSA. Por supuesto, y mientras tanto, Edward Snowden continúa exiliado en Rusia por hacer aquello que cualquier hombre decente debiera.

Resulta que, al gran orador, se le ha ido cayendo la careta a medida que sus actuaciones han ido atentando contra las libertades que decía acaudillar. Prometió clausurar Guantánamo, prisión que se ha convertido en un icono del antiamericanismo debido a sus infames métodos de tortura. Cárcel/base que, por cierto, hasta hoy continúa totalmente operativa. Asimismo, aseguró su intención de poner fin a los conflictos en Irak y Afganistán. Como consecuencia se le otorgó, en un acto de extravagancia supina, el premio Nobel de la Paz. Hasta este momento, tanto la estabilidad en Afganistán como la retirada de tropas de Irak, no es que se puedan considerar promesas en entredicho, sino que sus actuaciones han desembocado en una situación insostenible en Oriente Medio, en la que se ha dejado a Europa expuesta por el camino. De vital importancia es, en este punto, el deterioro de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Arabia Saudí. Y esto se debe a que, hace justo dos meses, se produjo la anulación por parte del Congreso del “veto presidencial” de Obama, a la propuesta de ley, que permitirá a las víctimas, denunciar al Gobierno Saudí, por su presunta colaboración en los atentados del 11-S. También sería de suma relevancia, si llegara a consumarse, el punto de la “reciprocidad” a la hora de ser demandado el Gobierno de Estados Unidos por otros países.

Si el más célebre fan de los Chicago Bulls, bien pasará a la posteridad por su labor diplomática durante el acercamiento a Cuba e Iran y el levantamiento del bloqueo económico a los vecinos del estado de Florida, lo acaecido en Siria e Irak y su inoperancia al gestionar la crisis del ISIS, es un borrón que difícilmente olvidará la humanidad. Pues, aunque no se le puede culpar del nacimiento del ISIS como hizo Donald Trump (el presidente Donald Trump, acostúmbrese a leerlo), sus decisiones estratégicas, sin lugar a dudas, fortalecieron la consolidación del núcleo de la organización terrorista y su posterior expansión.

Ante estos hechos, me pregunto si, tal vez, su fracaso durante la desastrosa intervención de Libia, la cual habría firmado el propio George W. Bush; el bombardeo mediante drones a Yemen, Pakistán o Somalia; o dar la orden de asesinar a sangre fría a un criminal de guerra/terrorista ya capturado, son los estándares de comportamiento propios de un premio Nobel de la Paz o de un presidente tan bien reconocido.

Entonces, según estos estándares, tal vez el “ratio cognoscendi” inválido sea el de quiénes nos negamos rotundamente a aceptar como normales, semejantes majaderías, embutidas y embellecidas con la hipocresía más demencial.

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