Decía Ignacio de Loyola que quienes no viven como piensan acaba pensando como viven. Eso es precisamente lo que sucede a propietarios e inquilinos de inmuebles antiguos aquejados de los vicios típicos de la edad: desconchones en la pared, vigas podridas bajo el tejado, humedades que ascienden desde el subsuelo, tuberías rotas, instalaciones eléctricas desprotegidas y otros desperfectos por el estilo. Estas fallas se agravan con el tiempo y van exigiendo constantes derramas, que al cabo de los años ascienden a un importe mayor que el coste de una reforma general o incluso una casa nueva. Si no llegamos a tomar la decisión de hacer algo más que poner parches es porque nos habituamos al estado de cosas existentes. Cuando los daños son limitados, no contemplamos la necesidad de realizar grandes dispendios para prevenir otros que vendrán. Cuando hemos gastado una cantidad de dinero parecida a lo que cuesta el edificio entero, tampoco nos vemos en la tesitura de duplicar el gasto. Y cuando año tras año nos vemos obligados a invertir sumas considerables en la reparación ininterrumpida de averías que surgen aquí o allá y extienden su efecto destructor a todas las estructuras de la construcción, entonces nos volvemos extrañamente fatalistas. No hacemos nada porque la cosa ya no tiene remedio, o porque el mismo Dios que no quiso que los ríos de Castilla fuesen navegables nos condena a vivir en una ruina. O también podemos mirarlo con falso optimismo y considerar que las casas antiguas también tienen su encanto, forman parte del patrimonio histórico y requieren su pequeña dosis de sacrificio. Que se lo pregunten si no a los italianos.

De un modo u otro, el resultado final siempre es el mismo: hay que demoler el edificio y construir otro nuevo. Los contratos rescinden. Los inquilinos viejos mueren o se van y los jóvenes comienzan desde cero con un nuevo régimen económico y una nueva concepción de la vida, con sus hipotecas, su normativa de propiedad horizontal, sus nuevos estándares de calidad e instalaciones eléctricas adaptadas al Reglamento Electrotécnico de Baja Tensión, un nuevo estatuto para la comunidad, nuevos problemas y nuevas formas de abordarlos. Y el ciclo vuelve a comenzar. Pero esa será otra historia.

En esta gran corrala que es el Régimen del 78 tenemos una buena colección de defectos estructurales que se han hecho notar de modo dramático a vuelta de milenio cuando han coincidido todas las tormentas perfectas: en la economía, la política y la estructura social de la nación. No hace falta que hablemos del resquebrajamiento más grave, la crisis catalana. Sobre ella informan copiosamente los medios de comunicación y una cohorte de analistas interesados en obtener su minuto de gloria en las tertulias televisivas. La grieta catalana ha traído consigo un peligroso extrañamiento, una doble y masiva enajenación de lealtades de la ciudadanía catalana con respecto a su propia clase política y al Estado.

Llevada al absurdo, incluso ha traído consigo la partición de la hipotética nación catalana en otras dos patrias nuevas: Tabarnia y Tractoria. El escenario resultante del frustrado conato soberanista en Cataluña no es pernicioso por haber puesto al descubierto contradicciones nacionales o ideológicas. Su peligro reside en la posibilidad de extenderse al resto de España, produciendo la misma desafección hacia la clase política y las instituciones del Estado. Y ciertamente llevamos camino de algo así.

Esta enorme grieta catalana coincide con las otras grietas del edificio y las potencia, amplificando su alcance desde los cimientos de la construcción hasta los lofts de arriba y las soleadas terrazas donde los administradores de la finca se solazan en sus tumbonas durante el verano. Hay una buena colección de grietas: la grieta de la organización territorial y la financiación autonómica, la grieta partidocrática con su sistema de listas electorales, la grieta de la competitividad económica, la grieta educativa y otras fisuras de mayor o menor gravedad como la del monocultivo turístico, la carestía energética, el embotamiento intelectual generado por la corrección política, la cultura de la subvención, la corrupción de los partidos políticos, etc. Todas estas grietas, que definen la pauta general de decadencia del simulacro de Estado de derecho levantado por la Constitución Española de 1978, están ahí desde el principio. Y tú lo sabes, como dice Julio Iglesias en Internet.

También sabes que era necesario repararlas. Pero por conveniencia del arrendador y pereza de los inquilinos lo hemos ido dejando correr. Hasta que al final sucede como con todas las grietas: a partir de cierta extensión, su avance se vuelve exponencialmente veloz, por la concentración de fuerzas en los vértices agudos. Cuestión de física. Lo llaman mecánica de la destrucción. Sucede por las mismas tensiones internas de la estructura, como en aquellos buques Liberty de la Segunda Guerra Mundial que comenzaban a partirse en dos desde las esquinas en ángulo recto de sus escotillas de carga. No se necesita ningún Pablo Iglesias para llevar a cabo la tarea. Los ocupas de Podemos no pertenecen al equipo de demolición, antes bien forman parte del colectivo de vecinos damnificados.

Y después, ¿qué vendrá? ¿Cómo será la nueva casa? ¿Qué arquitecto trazará los planos? ¿Qué contratista se encargará de retirar los escombros? ¿A dónde los llevarán? ¿Cómo se financiará la nueva construcción? ¿Nos darán un apartamento? No lo sabemos. La historia se encarga de poner las cosas en su sitio. Quizás lo haga de una manera que nos parezca adecuada a nuestro criterio. O tal vez el balance final sea peor. En cualquier caso, será otro momento, con su dinámica, su sistema de valores y sus leyes. Por ahora el tiempo que nos toca vivir es otro: la edad del oropel en la que Mariano Rajoy intenta curar el cáncer con aspirinas y los déficits crónicos con deuda pública. La época en que administradores de comunidades y cuadrillas de mandaos corren apresuradamente por los rellanos de la escalera cerrando la puerta del ascensor y poniendo yeso en las paredes para disimular las grietas que se extienden… pregonando esto como la única solución posible al problema.

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