El pasado jueves fue el aniversario de la Declaración de Inpedenpencia de los 13 estados que fueron el origen de lo que hoy son los EE.UU. Mucho ganaríamos en moralidad pública si la lectura de este breve documento fuera más común entre nuestros vecinos. Sorpréndete, lector, de las afirmaciones que ahora siguen.

La primera maravilla llega en el segundo párrafo: los firmantes sentencian que “todos los hombres son creados iguales”. Corolario: la existencia de toda monarquía es un ataque frontal a esta afirmación al introducir el principio de desigualdad en la organización del estado. Y aún más, establece el documento que todo ser humano tiene -por razón de nacimiento- ciertos derechos de los que no se les puede privar y que entre éstos están la vida y la libertad. Vida y libertad.

A continuación nos explica el texto escrito por Thomas Jefferson que los hombres instituyen gobiernos cuya finalidad es la protección de los derechos antes mencionados. Es entonces cuando las enseñanzas de Locke se convierten en el látigo con el que el género humano está llamado a derribar al tirano allí donde haya uno: “el poder de los gobiernos procede del consentimiento de los gobernados”. O lo que es lo mismo, la legitimidad del gobierno procede del consentimiento libre de los gobernados, que conservan el derecho a retirar este consentimiento: “Cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructiva de estos derechos [la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad], el pueblo tiene derecho a cambiar este gobierno y hasta a abolirlo para proveerse de una nueva forma de gobierno” que sea capaz de garantizar la salvaguarda de los derechos de los ciudadanos.

Vendrá la propaganda juancarlista y te dirá al oído que sólo son palabras huecas. Pero, para sostener esta declaración, los firmantes dijeron: “Empeñamos mutuamente nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor”.

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