Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

La función judicial no sólo consiste en juzgar, también en hacer cumplir lo juzgado. La exclusiva competencia de los Juzgados y Tribunales para ejecutar sus resoluciones es esencial en cualquier Democracia, y en nuestro ordenamiento jurídico tal principio se recoge nominalmente en el artículo 2º de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Sin embargo, tal condición democrática no existe en este sistema de poderes inseparados desde el mismo momento en que la ejecución de las resoluciones judiciales con más trascendencia para la vida del ciudadano, las recaídas en el orden penal, se atribuye directamente a órganos administrativos dependientes del gobierno central o autonómico. La Dirección General de Instituciones Penitenciarias y sus equivalentes autonómicas son órganos cuyos titulares son elegidos por la clase política a los que se les atribuye la función de controlar el cumplimiento de las sentencias recaídas en el orden judicial penal.

El tratamiento, clasificación y régimen penitenciario constituyen el núcleo de la ejecución de las penas privativas de libertad y de su contenido depende que una Sentencia de condena se cumpla con mayor o menor rigor tanto en el tiempo de cumplimiento como en las condiciones personales del penado.

Dejar en manos de órganos administrativos su determinación supone poner otro lazo más a la ya de por si inexistente independencia judicial. Los juzgados de vigilancia penitenciaria sólo ejercen un control a posteriori de resoluciones adoptadas por juntas de tratamiento y funcionarios que por su perfil supuestamente técnico predisponen al juzgador, que, por otra parte únicamente posee la información y datos que tales burócratas le ofrecen.

Para que exista separación de poderes, el seguimiento, clasificación inicial, tratamiento penitenciario y evolución en grado del recluso debe corresponder directa y únicamente al Juez y sus auxiliares como lógica y única posible consecuencia del monopolio de la función jurisdiccional para hacer ejecutar lo juzgado, lo que sólo puede alcanzarse con la supresión de las competencias penitenciarias a los ejecutivos, ya sea central o autonómico, atribuyéndoselas a un Consejo de Justicia separado.

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