PEDRO M. GONZÁLEZ.
Los juegos de seducción para la renovación de magistrados del Tribunal Constitucional provoca que los partidos se hagan señas con sus abanicos de un lado a otro de su posicionamiento en el estado para conseguir la cúpula (de la justicia, entiéndase). El cambio de cromos, y entre ellos el del inefable Conde-Pumpido, está servido.
La autocomplacencia del Tribunal Constitucional (TC) con su renovación política por la vía del consenso de los intereses de partido, además de constituir el reconocimiento de su docilidad e instrumentalidad política como filtro de la jurisdicción ordinaria es de una hipocresía absoluta. Porque si se habla de cumplimiento intrínseco de esta pseudoconstitución, pues no se puede definir de otra forma al no separar los poderes del estado en origen, no puede darse razón alguna para su continua infracción en aspectos tan relevantes como la prohibición del mandato imperativo de los legisladores respecto de los partidos que les incluyen en sus listas (Art. 67.2) ni la ruptura del principio de unidad jurisdiccional (Art. 117.5) que supone someter a las resoluciones de la jurisdicción ordinaria al plácet del poder político a través del propio TC. Tal es así que si hablamos de “cumplimiento” de la constitución, todas leyes emanadas de las Cortes y todas las sentencias dictadas por el TC son inconstitucionales al infringir tan elementales preceptos.
La auctoritas declarativa del Derecho que pertenece al Estado tiene su correlato en la potestas judicial del ejercicio exclusivo de la función jurisdiccional, juzgando y haciendo cumplir lo juzgado, lo que configura al Judicial como verdadera Facultad del Estado. Ese carácter arbitral de conductas sociales lo define como función estatal neutra, poveir null según Montesquieu, elevándolo a titular monopolístico de la capacidad de dar y privar derechos genéricamente reconocidos.
“Ni quito ni pongo rey, sólo sirvo a mi señor”, fueron las palabras que Betrand Du Guesclin pronunciaba mientras se agarraba a las piernas del rey de Castilla Pedro I “El Cruel” para que su rival y valedor del francés, Enrique II de Trastamara, pudiera apuñalarlo alevosamente. El paralelismo medieval con la función servil e instrumental de la justicia, en apariencia neutral a la contienda política pero de la que es simple elemento estratégico, se acredita con las explosiones incontroladas de júbilo y felicitaciones endogámicas de los miembros de la clase política y judicial, rayanas con el onanismo institucional, ante la novación del Tribunal Constitucional (TC).