ILLY NES.

Al regresar a Zaragoza me fui a vivir con mis padres. La relación con mi padre era muy tensa. En el Opus no le habían dicho que era gay pero yo había dejado el sacerdocio, el Ejército, todo y había pasado un año de farra en Andalucía. Aquello me había venido muy bien, conocí el mestizaje andaluz y la peculiaridad de cada uno, lo cual me encantó. No es lo mismo un sevillano que un cordobés, o un malagueño que un granadino en la forma de ser o de pensar. De Córdoba es el señor y de Jerez el caballero, de Sevilla el señorito y de Málaga el malagueño. Este dicho es cierto.

Ha sido la época que más follé en mi vida, una monogamia seriada, cada dos horas con uno. No me importaba como fueran, me gustaban jóvenes eso sí, pero no reparaba en si estaba borracho, drogado, si era albañil o estudiante de derecho. Lo mío era el cuarto oscuro, irme al parque junto al ayuntamiento, meterme en los servicios de la estación de ferrocarriles o la de autobuses o bien irme a la sauna de Torremolinos. Para mí, aquello fue un despertar, pero un despertar malo. Eso no es ser homosexual.

Sin embargo, conocí a Marino en una discoteca de Zaragoza y fue como ver entrar a un ángel. Yo he tenido cuatro parejas y a cuál más guapo y no porque lo diga yo, es algo que dice todo el mundo. He tenido mucha suerte en cuanto a la hermosura del rostro de estas personas pero la verdadera belleza ha sido su corazón. Unas personas maravillosas y de las que conservo un grato recuerdo.

Cuando empecé a salir con Marino detecto que de vez en cuando se ausentaba quince días y al regresar se excusaba diciendo que había estado con su madre en el apartamento de la playa. Y yo le decía: ¡pero Marino si vienes blanco! Había una serie de cosas en él que no me cuadraban, me mentía. Hasta que un día me contó la verdad:

–– Mira Carlos, me están aplicando quimioterapia porque tengo leucemia. Mañana ingreso en el hospital.
— ¿En que hospital?, pregunté completamente desencajado.
— El Miguel Servet.
— ¿Quién te lleva?
— El doctor Raich

¡Joder con las casualidades!, pensé. El mismo que había tratado a mi hermano. Yo no podía contarles a mis padres que mi novio, con el que empiezo a salir, el hombre que amo, tiene leucemia. Tampoco los padres de Marino conocen nuestra relación, de modo que mi único apoyo son sus amigos, con los que entro y salgo del hospital, una tapadera perfecta que las enfermeras cómplices ayudan a mantener, llevándose a la madre de Marino en ocasiones para que nosotros estemos a solas. Así transcurrió nuestro amor durante seis meses hasta que finalmente Marino murió.

El día de su entierro, cuando él se encontraba en el tanatorio yo acudí acompañado de sus amigos. De repente me llama Clara, su madre. Yo no la conocía de nada, no habíamos tenido relación alguna y con la voz rota por el dolor de la pérdida me dice:

— Van a cerrar el ataúd de Marino, creo que tú y yo debemos ser los que lo veamos y le demos el último adiós. (Me quedé perplejo…)

Me acerqué hasta Clara visiblemente emocionado y le dije: “¿Ha sufrido mucho? Yo no estuve en el momento de la muerte pero me habría gustado… Mi hermano…”

— Calla, no me cuentes nada. Marino me lo ha confesado todo.

 

Aquel fue un momento muy especial para mí, una mezcla de sensaciones. El dolor de la pérdida se fusionó con la emoción de una madre que acaba de perder a un hijo y te está considerando como su pareja. Estaba desconcertado porque jamás pensé que aquello podía suceder, tenía 34 años. Comenzaba a vivir como viudo, pero sin poder decirlo.

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