LUIS LÓPEZ SILVA.

Es amargo observar como paulatinamente la filosofía desaparece de los programas educativos de todos los sistemas de enseñanza de multitud de países, incluido el nuestro. Se ha llegado a establecer falsamente que la filosofía tiene un carácter teórico, tedioso  para unas sociedades pragmáticas como las actuales. Este sofisma sobre la sabiduría se ha ido insertando en nuestro conocimiento, debido en mucho, a las malas prácticas docentes, que solo han exigido a sus pupilos el aprendizaje memorístico sobre las tesis o dichos de tal o cual filósofo. Y por otra parte, la inercia social de considerar a la filosofía una antigualla inservible para los modos de vida modernos.

La filosofía, desde sus comienzos ha sido un saber práctico, si no, tengamos como referencia a los primeros filósofos, los sofistas, que platicaban en las plazas públicas las normas y modos de vida. Después, vinieron Sócrates, Platón, Aristóteles por nombrar los más conocidos. Todos ellos, practicaban la filosofía como saber práctico. Pensaban, reflexionaban, dialogaban para extraer la norma práctica que les hiciera una vida más confortable y completa.

Como bien sabemos, la filosofía en la Edad Media fue relegada por la fe y la doctrina de la religión cristiana. Y no es hasta el Renacimiento, cuando de nuevo, pero tibiamente,  comienza a emerger la filosofía como vía de conocimiento. Es el siglo XVIII quien representa, sin duda, el auge de la razón sobre la fe, el “sapere aude” de Kant.  A partir de aquí, se sientan las bases de lo que hoy representa nuestra cultura heurística, cimentada en la racionalidad científica de los hechos físico-naturales.

Entonces, ¿por qué seguir enseñando filosofía de forma teórica y memorística, sin un fin práctico? La filosofía, por supuesto, son conocimientos teóricos epistemológicos acumulados a lo largo de la historia, pero conocimientos que han repercutido inequívocamente en la praxis vital de los hombres. Por ejemplo, cuando Hobbes escribió el Leviatán, no lo redactó simplemente para el aumento del conocimiento académico, sino para trasvasar esas ideas a la realidad práctica del momento.

Por todo lo dicho,  resulta un agravio a nuestra base cultural, que la filosofía se restringa solamente hacia un saber teórico-cognitivo, cuando su historia, precisamente, nos revela un carácter y un fin eminentemente práctico.

Saber filosofía no consiste parcialmente en manejar miles de conceptos y teorías recogidos a lo largo de los años, es más que todo eso, consiste en reflexionar nuestras acciones, pensar el presente para actuar en el futuro de manera moralmente acorde con los derechos, deberes y leyes con las que nos hemos organizado socialmente. Compartimos erróneamente que el acto cognoscitivo no tiene absolutamente nada que ver con la praxis y, sin embargo, el saber más práctico que usamos los humanos es el de pensar.

La filosofía contiene el origen y el proceso del progreso de nuestra civilización. Si ahora, la relegamos a un segundo plano, puede que perdamos la orientación y el marco reflexivo-teleológico correcto para seguir avanzando hacia la plenitud humana.

Menospreciar el baluarte que ha distinguido a nuestra civilización y que ha conseguido que salgamos de tiempos oscuros, en los cuales, el saber físico estaba prohibido a favor de la fe religiosa es un craso error que no se puede permitir.

La virtud de la filosofía radica en el derecho que tiene toda persona a pensar sin atavismos esotéricos, a investigar según su propio conocimiento y a proponer un saber práctico eficaz para mejorar su existencia y la de sus congéneres.

Todo lo anterior afirma pues, que la filosofía es una disciplina de la praxis, de lo cotidiano, de lo que produce bienestar doméstico, dejémosla, por ello, de tratar como algo alejado y difícil solo para mentes sesudas.

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