JESÚS CACHO.

Le conocí a mediados de los ochenta, con motivo del conflicto que supuso mi salida del diario El País. Juan Luis Cebrián, que ya apuntaba maneras, pretendió despedirme sin blanca en un rasgo típico de soberbia del señorito que nunca pudo entender cómo un simple periodista podía llevarle la contraria (negarme a publicar en Taurus mi “Asalto al Poder”, obra que yo tenía comprometida con Temas de Hoy, del grupo Planeta), arriesgándose a quedar a la intemperie. Alguien me habló de Jesús Santaella como abogado experto en la defensa de periodistas en apuros y a él me encomendé. Nunca me arrepentí.

Aquel lance sentó los cimientos de una amistad que se ha mantenido sólida, imperturbable, a través del tiempo, hasta que este domingo, después de la cena, Jesús, con apenas 60 años, cayó fulminado sin previo aviso por un corazón roto. En lo mejor de la vida, sin haber podido culminar aquella sentencia de Borges según la cual “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”. Le dio tiempo a decir “me estoy mareando”. Familiares y amigos acudimos ayer por la mañana al cementerio de La Almudena para incinerar su cadáver, bajo el temporal inclemente que azotaba Madrid.

Jesús fue para mí uno de esos bastiones que en la retaguardia dan seguridad a la existencia y quehacer diario de todo hombre de acción. Una referencia. Podía pasar tiempo sin que nos habláramos porque yo sabía que él estaba ahí, listo para responder al teléfono y aconsejarme, comentar el último y escandaloso sucedido de nuestra clase política, o aclararme las claves ocultas de cualquier auto o fallo judicial que necesitara ser interpretado. Y ello porque Jesús compartía mi visión del mundo y, lo que es más importante, la idea liberal de esta España nuestra “a veces madre y siempre madrastra” que tantas veces soñamos mejor de lo que es.

Testigo indiscutible de la Transición (con 27 años, Pío Cabanillas le nombró secretario técnico del Ministerio de Justicia), Jesús fue un hombre valiente en un país de acollonados, de cobardes gentes dispuestas a fingir, a no decir la verdad, a esconderse en el silencio cómplice que todavía acongoja –puro franquismo sociológico- a tantos de nuestros “principales”. Ese valor le llevó a meterse en algunos de los fregados más notorios de nuestra sedicente democracia (Crillón, Paesa, Roldán, Perote), de los que salió al final bien parado merced a su reciedumbre y a su reconocida condición de fino y experimentado jurista.

Español ilustrado, “hombre todo un hombre”, fundamentalmente creo que Jesús Santaella fue siempre un enamorado de la libertad de expresión. Una vida siempre cercana a los medios de comunicación, al mundo de la prensa y a los periodistas –entre otras cosas, fue secretario general de la FAPE y profesor de Derecho de la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense-. La relación de los periodistas a los que asesoró, ayudó y defendió haría la lista interminable. A veces frente a la trapacería de las empresas periodistas, pero la mayor parte de ellas en defensa, en sede judicial, de la tan vilipendiada en España libertad para contar las cosas como son. Imposible imaginar mejor testigo del viaje a ninguna parte de nuestros medios, sometidos hoy a la caridad de los banqueros de turno, y del desprestigio de una profesión periodística que se ha rendido –a los Cebrianes de turno, cuando no a los poderes políticos y financieros- sin siquiera presentar batalla.

Como no podía ser de otro modo, Jesús participó activamente en la creación y lanzamiento de Vozpopuli y se convirtió desde su inicio en uno de nuestros articulistas. La semana pasada, y a cuenta de su cada vez más dilatada comparecencia en este diario, le llamé para recriminarle afectuosamente su actitud: “Me da la impresión de que ahora estás ganando mucho dinero y no te queda tiempo para nosotros”. Se río: “Sí, no me van mal las cosas; no me puedo quejar…” Le preocupaba la situación de Cataluña, como a tantos millones de españoles. Quedamos en hablar. No pudo ser. No podrá ser. La parca se lo ha llevado sin habernos dado la oportunidad de mantener esa conversación global y a corazón abierto que a menudo es gasolina para la carretera de la vida. Se lo ha llevado sin despedirse, sin despedirnos, como en los hermosos versos, otra vez, de Borges. “Si para todo hay término y hay tasa/ y última vez y nunca más olvido,/ ¿quién nos dirá de quién, en esta casa,/ sin saberlo, nos hemos despedido?

Desde aquí, y en nombre de quienes hacemos Vozpopuli, queremos enviar nuestro más sentido pésame a Rosa, su mujer, y a sus hijos y hermanos. Descansa en paz, amigo.

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