Imagen: Efe

Cuando abordamos unas elecciones, la expresión más reiterada y vacua que repiten los partidos como loros es la famosa “fiesta de la democracia”. Lo que no es más que la liturgia final de un proceso muy complejo; votar, para los partidos en realidad lo es todo: es su razón de ser. No importa la manera o las razones por las que, al final, los ciudadanos se ven llamados a las urnas; mucho menos si los comicios servirán para resolver los problemas planteados o, siquiera, permitirán definir un mapa político distinto que ofrezca una salida real a situaciones conflictivas que los propios partidos han generado. Así, demasiado a menudo, cuando se alude a la fiesta de la democracia en realidad se alude a la fiesta de los partidos. Porque la democracia, en su sentido de representación ciudadana, cada vez importa menos.

Por lo tanto, afirmar que este 21 de diciembre los catalanes serán bendecidos por la fiesta de la democracia suena a chifla. De hecho, es un contrasentido, porque la solución electoral del 21-D viene auspiciada, no por los más elevados principios, sino por una asonada chusca. Y votar es la patada a seguir impuesta por un Estado de partidos empeñado en repartirse las migajas del pastel.

Poco hay que celebrar, más bien lo contrario. El 21-D es una salida-trampa a los abusos antidemocráticos de quienes hasta ayer gobernaban Cataluña. Por lo tanto, no será ninguna fiesta, mucho menos democrática. El objetivo es votar para obviar las pulsiones totalitarias que en Cataluña han florecido por doquier.

Es verdad que los partidos de ámbito nacional tampoco son un ejemplo de virtuosismo democrático, de hecho, ninguno ha tenido la consistencia necesaria para poner las cosas en su sitio sin recurrir a subterfugios; esto es, hacer prevalecer la ley sin escudarse en las urnas. Pero también es cierto que hasta en la vileza hay grados. Y ERC, La CUP y PDeCat han roto todos los registros. ¿Qué otra cosa se puede decir de quienes afirman que la independencia por imposición es un mandato democrático? ¿Cabe una perversión mayor del término “democracia”?

Las elecciones han sido desde el principio una muy mala idea, una iniciativa peor que inoportuna. Recurrir a “la fiesta de la democracia” sin antes hacer prevalecer sus reglas es, en el mejor de los casos, confundir la parte con el todo, y en el peor, manipular a los votantes. Desde la perspectiva de corto plazo, para Ciudadanos puede ser un gran negocio, sobre todo si, por fin, se certifica que el partido naranja es el relevo natural de un Partido Popular incapaz de renovarse. Y también, como apuntaba en este mismo medio Alejo Vidal-Quadras, si Inés Arrimadas resulta ser la más votada, será un durísimo golpe moral para la tropa secesionista. Pero no nos engañemos. Hay que asumir que hemos terminado en un proceso electoral porque nadie, y digo bien, nadie, ha tenido los arrestos de poner las cosas en su sitio; esto es, defender la democracia desde la ley, no desde la socorrida liturgia del voto. Ya saben aquello de que cualquier salvación que no proviene de donde nace el peligro es en sí misma una desventura. Y en España los políticos huyen del peligro como los gatos del agua.

La democracia no es ninguna fiesta, ni siquiera el día de la votación. Muy al contrario, es un sistema de gobierno bastante delicado y puñetero, basado en la representación ciudadana y en el control del poder. Por eso, cuando los mecanismos de control democráticos son pisoteados, la solución no debe ser repartir las fichas de nuevo, porque, de hacerlo, la democracia se reduce a un sistema de reparto del poder… sin control. Sin embargo, esto es precisamente lo que ha sucedido con la convocatoria de las elecciones del 21-D. De hecho, las organizaciones políticas protagonistas de la asonada no sólo pueden concurrir a esta cita electoral como si tal cosa, sino que además prometen perseverar en la independencia por imposición.

En definitiva, el 21-D poco va a cambiar las cosas en lo sustancial. Sí, es posible que se produzca un reequilibrio que permita poner pie en pared, aunque es poco probable. En cualquier caso, sin reglas de juego claras, la cuestión territorial siempre será susceptible de empeorar. Y otras muchas cuestiones, también. Es lo que sucede cuando todo se reduce a barajar las cartas una y otra vez.

Sólo queda, pues, aferrarse al mal menor; es decir, que Ciudadanos obtenga una mayor cuota de poder, y cruzar los dedos para que no flirtee con la equidistancia, tal y como empezó a hacer antes de que Cataluña se fuera por completo de madre. Para todo lo demás habrá que esperar.

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