La dimisión del Ministro de Justicia, Sr. Bermejo, no es por sí misma un acto de responsabilidad política ni de coherencia personal. Pues horas antes aseguraba al Parlamento que no dimitiría. La causa de su dimisión, que no viene de su conciencia, ha de ser atribuida al Jefe de Gobierno. Se trata de una destitución encubierta con la hipocresía de la dimisión. En todo caso, las consecuencias para los gobernados son las mismas: ignorancia de lo que sucede en el interior del Gobierno y seguridad de que la idea de algún tipo de responsabilidad de los gobernantes es un concepto inocuo o utópico en el Estado de Partidos. Cosa que no debe extrañar pues incluso la teoría liberal no ha desarrollado las ideas de Benjamín Constant, sobre la responsabilidad política inherente a toda dimisión ministerial. Que no es, como se cree, el final de un entuerto, sino el comienzo de una responsabilidad. Para saber de lo que hablamos hay que distinguir entre los distintos tipos de cese, en un cargo gubernamental, llamados dimisión, pues no todos han de tener las mismas consecuencias. Están exentos de responsabilidad los tipos de dimisión coherente, o sea, la motivada por lealtad a la causa ideal que se aceptó con el cargo, y la ocasionada por impotencia ante la tarea asumida. En ambos casos, la responsabilidad política recae exclusivamente sobre un Presidente de Gobierno desleal a los ideales que conjuntaron el ministerio o falto de discernimiento en la elección de un incapaz. La dimisión inaudita, la que pondría la lealtad a la causa antes que la fidelidad al jefe, ni siquiera es concebible en la partitocracia. La dimisión amparada en la inmunidad de la falta o delito cometido, solo tendría algún atisbo de nobleza personal si el dimitido admitiera su culpa y solicitara el perdón de los gobernados. La dimisión-destitución del Señor Bermejo, carente de dignidad personal, no ha sido ejemplar y no lo exime de la obligación de responder ante la sociedad, por los graves daños políticos ocasionados a la corporación judicial; y ante los Tribunales, por sospecha o indicios de connivencia con el Juez doliente de ansiedad en el proceso penal contra dirigentes del PP, así como por los daños materiales causados al patrimonio cinegético del Estado, cazando sin licencia de armas, con juez, fiscal y policía, en un coto reservado para autoridades extranjeras. Este último aspecto no es baladí. Basta recordar la importancia histórica que tuvieron crueles condenas de cazadores sorprendidos en “cotos Reales”, recordadas en la gran literatura como jalones del difícil camino de los jueces a la independencia judicial. florilegio "Sin responsabilidad exigible, el dimisionario dimite como persona."
Los jefes negocian
En su Teoría de la Constitución Carl Schmitt describe la evolución del parlamentarismo desde una situación de partida en la que “El Parlamento representa a toda la nación como tal y emite por ello, en discusión y acuerdo públicos, leyes, es decir, normas generales”. Para esta situación de partida, “la publicidad de las deliberaciones es el nervio de todo el sistema”, y “se garantiza mediante prescripciones de la ley constitucional”. Así lo sancionaba la Constitución alemana de la República de Weimar, en su artículo 29: “El Reichstag delibera públicamente”. Pero el fundamento racionalista del parlamentarismo, según el cual de la discusión, o como dicen ridículamente, del “contraste de pareceres”, surgiría la verdad, ha quedado por completo desacreditado por la práctica moderna de las partidocracias, que no escapaba, ya en 1934, a la aguda mirada del jurista alemán: “El Parlamento, en la mayor parte de los Estados, no es ya hoy un lugar de controversia racional donde existe la posibilidad de que una parte de los diputados convenza a la otra y el acuerdo de la Asamblea pública en pleno sea el resultado del debate (…) La posición del diputado se encuentra fijada por el partido (…) Las fracciones se enfrentan unas a otras con una fuerza rigurosamente calculada por el número de mandatos (…) Las negociaciones en el seno del Parlamento, o fuera del Parlamento, en las llamadas conferencias interfraccionales, no son discusiones sino negociaciones; la discusión oral sirve aquí a la finalidad de un cálculo recíproco de la agrupación de fuerzas e intereses. El privilegio de libertad de discurso (inviolabilidad) perdió con esto sus supuestos. (…) El Parlamento se convierte en una especie de autoridad que decide en deliberación secreta y que anuncia el resultado del acuerdo en forma de votación en una sesión pública .” Carlos Schmitt Estas negociaciones no son otra cosa que el tan alabado consenso; ya la clarividencia del jurista observa como ello equivale a una privada transacción que redunda en una notoria falta de transparencia. Sorprende, sin embargo, que Carl Schmitt no advierta aquí un atentado contra un presupuesto básico de la democracia; si esta no obliga a dar carácter público a las deliberaciones asamblearias, queda, por vía negativa, perfectamente asimilada a un procedimiento dictatorial, reforzado por la aclamación de las masas: clamor siempre necesario para una dictadura. El presidente del gobierno, a las preguntas de una periodista de Antena 3 el lunes 23 de Febrero, respondía que “los pactos de gobierno” en el parlamento vasco se decidirán una vez se conozca la composición de la cámara. Carl Schmitt ya describió, con 80 años de anticipación, el procedimiento al que nuestro muy democrático presidente se adhiere.
Cadena de mando
La obediencia ciega del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) al Ministerio de Justicia borra cualquier atisbo de dignidad institucional de la huelga del pasado 18 de Febrero a la par que dignifica la actuación valiente de los magistrados rebeldes que la secundaron. La vergonzosa actuación del CGPJ negando apresuradamente el derecho de huelga de los togados tras el apremio ministerial, se complementa y subraya con la cainita actuación posterior a la jornada de protesta delatando a aquellos que decidieron parar el miércoles pasado. Para que hablen de corporativismo. Fiel a su afición cinegética de acechador, y en busca de piezas de negro plumaje, el dimitido D. Mariano solicitó formalmente de su amigo D. Carlos una relación nominal de los jueces y magistrados que siguieron la huelga del día 18. Según informa fuente tan fiable como es el propio Gabinete de Prensa del Ministerio de Justicia el defenestrado Sr. Fernández remitió días antes de su dimisión al Presidente del CGPJ, que lo es también del Tribunal Supremo, oficio con el siguiente tenor literal: “Vista la comunicación de ese Consejo General con el resultado de la convocatoria de huelga del pasado día 18 de febrero, ruego remitas al Ministerio de Justicia una relación nominal de los jueces y magistrados que manifestaron que se declaraban en huelga. Esta solicitud se hace a efectos de adoptar, en su caso, las medidas de carácter retributivo a que hubiere lugar”. Genio y figura. De nuevo D. Carlos Dívar y sus compañeros en primer tiempo de saludo, ya se habían encargado de recabar de los Presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia (TSJ) no sólo los datos de seguimiento e incidencia sino de quien personalmente hacía huelga. Como la zafiedad del Sr. Bermejo en aplicación de su doctrina de dominio que gusta en llamar “uso social del derecho” quizá avergüence al comportamiento lacayo de quien así se deja someter, el Secretario General del CGPJ no procedió directamente a confeccionar la lista negra de los jueces huelguistas posteriormente requerida por El Jefe, sino que simplemente se elaboró un listado de aquellos que sí acudirían al Juzgado en cumplimiento de servicios mínimos donde la huelga fue secundada. El resultado fue una “fotografía en negativo” retratando a quienes, por eliminación, sí secundaron el paro quedando perfectamente identificados y facilitando la labor al Sr. Dívar para cumplir con la orden ahora recibida de su superioridad. La función social de la caza controlando la superpoblación de las especies protegidas. Si el fondo del asunto es repugnante, el tuteo al Presidente del Tribunal Supremo y el tono en general de la requisitoria ministerial sirven de afirmación y aviso a navegantes de que quien manda, manda.
Contra la democracia
Baltasar Garzón (foto: silencio) El trasvase de jueces, fiscales o secretarios judiciales de un compartimento estatal a otro (el ex ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch, la vicepresidenta Fernández de la Vega o Bermejo -el cazador cazado-, por ceñirnos al PSOE) acrecienta la confusión de poderes en el Estado y menoscaba la independencia de la función judicial. La inamovilidad de los jueces fue una conquista de la civilización. Gracias a ella, los magistrados con un carácter firme y virtuoso tenían la posibilidad de resistir, sin temor a ser removidos, las acometidas, presiones y amenazas que pretendían subordinar sus resoluciones a las voluntades y secretos del poder y a los intereses particulares. En las últimas décadas, hemos comprobado cómo pueden ser desplazados los jueces que investigan la corrupción oligárquica. A Javier Gómez de Liaño, poner en tela de juicio la conducta mercantil del magnate mediático más influyente, le supuso ser expulsado de la carrera judicial. A Baltasar Garzón, cuando estaba intentando despejar la incógnita del terrorismo de Estado, bastó con seducirlo desde la esfera del poder político, prometiéndole un ministerio a la medida de su ambición. Ya lo decía La Boëtie: “antes de dejarse subyugar, a los hombres les ocurre una de estas dos cosas. O son coaccionados o burlados”. Los jueces díscolos se exponen a las represalias, y los más sumisos a los designios de los partidos estatales serán tentados con ascender a la cúpula judicial. Si la causa de las costumbres inmorales procede de la impunidad de los delitos antes que de la moderación de las penas, el vasallaje de los magistrados del CGPJ, el TS y el TC a los señoríos políticos, es una permanente invitación a la rapacidad de los comisionistas orgánicos y al abuso de los gobernantes. Alfonso Guerra, uno de los más groseros falsarios del Régimen, dio por muerto a quien jamás, con su pensamiento, tuvo la ocasión de echar frutos en España, aquel que consideraba una experiencia eterna que todo hombre con poder tiene la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentre límites; y que para evitarlo es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder.
Como si dimitiera
El cese del ministro de justicia se debe a que la jefatura del partido socialista cree que las desveladas aventuras cinegéticas de Fernández Bermejo le perjudican electoralmente. Presentándolo como dimisión, consiguen ante la opinión pública un impacto adecuado para distraer respecto a sus propios escándalos, a la vez que dejan al PP, álter ego en el Régimen, sin su paraguas frente al caso Gürtel, en esa especie de competencia entre ambos por gestionar la corrupción consustancial a esta Monarquía como algo ajeno. Pero el mayor peso en su destitución lo arrastra la terrible imagen de un miembro del Gobierno aficionado a abatir indefensos animalitos, sin piedad y en ambiente y circunstancias asociadas al franquismo; algo intolerable para la pureza del hálito de “buenismo” verde-rosa que pretende exhalar el zapaterismo.   La dimisión de Fernández Bermejo es imposible porque semejante acto no es percibido entre la clase política española como una salida personal honorable, sino más bien como el reconocimiento explícito de un hecho indigno, tal y como lo atestigua la abismal diferencia histórica entre el número de veces, algunas de ellas gravísimas, en que el citado camino era lo más adecuado y las escasas ocasiones en que efectivamente se siguió; siempre considerando que el sistema seleccione personas con decoro. Así nadie renuncia sin ser obligado por su superior, a no ser que Bermejo fuera excepcional, cosa que invalida el hecho de haber dimitido sólo como ministro —subordinado al Presidente en el Gobierno— y no como diputado —¿contemplan uno u otro diferentes baremos de respetabilidad?— que primariamente ha de responder ante sus electores; también admitiendo que en el Régimen actual haya una auténtica “división de poderes” y no escasamente de funciones, y que los diputados sean personalmente elegidos por quienes representan. Además, el ya ex ministro aseguró unos días antes en el Congreso —no olvidemos que declarada sede de la “soberanía popular”— que no iba a dimitir, y no podría considerarse honor en quien mintiere a tan alto foro, declaración jaleada por los de su partido, despojando de valor el postrero comportamiento. Lo único que no terminaría de encajar en todo este asunto es que el Presidente del Gobierno garantizara en la televisión, curiosamente apenas unas horas después del señalado acontecimiento, que Fernández Bermejo había dimitido, eso sí, nunca por protagonizar algún suceso indigno, sino por no perjudicarle —¿por qué habría de hacerlo entonces, tratándose exclusivamente de mala fe ajena?— a él ni al grupo socialista; claro, que suponiendo que Rodríguez Zapatero no mienta nunca. Fernández Bermejo (foto: map.es)
Dimite y vencerás
Fernández Bermejo (foto: JSRM) Si el poder legislativo no puede provocar una crisis de Gobierno, y el judicial no puede enjuiciar a sus componentes, el gobierno es tiránico. Un Gobierno tiránico ni se consiente, ni se acepta, ni se apoya; sólo se acata. Y quienes lo hacen esperan que las buenas maneras puedan, al menos, mantener la apariencia de decencia en lo político. Pretenden que aquellos que cometen los crímenes más atroces amparados en su poder, dimitan limpiamente. Es decir, dejan a la hipocresía el trabajo de la verdad. Olvidan, por incapacidad mental o por falta de voluntad, que sin libertad política no sólo el resto de libertades son una concesión envenenada y vacua, sino que es imposible la dignidad. Si el señor Fernández, en lugar de matar una vieja res, hubiera matado a una vieja usurera, no sería Fernández sino Raskolnikov. Siendo Raskolnikov Bermejo habría dimitido de la monstruosa amoralidad convirtiéndose en cristiano, sí, pero para seguir siendo nihilista. Lo cierto es que la dimisión no es un acto restringido a lo estrictamente moral. La dimisión es un comportamiento individual destinado a salvaguardar la dignidad de todo el sistema al cual está vinculada. Siendo un gesto de decoro, no es un acto de contrición ni de expiación ni de utilidad corporativa. A excepción del señor Pimentel, todos y cada uno de los dimitiendo de la Transición han mentido sobre los motivos de su abandono a la sociedad española. Y precisamente admitiendo aquello que debería avergonzarlos: cuando se marchan no lo hacen por lealtad a la institución que encarnan, sino por fidelidad al partido que los ha aupado hasta la poltrona. Según sus propias palabras, el exministro ha pretendido mantener el statu quo partidista. El Presidente del Gobierno, a las pocas horas de aceptar la dimisión del ministro, defiendía en televisión el decente proceder de su hombre en Justicia comparándolo al de Federico Trillo en el caso del Yakolev. Sí, la partidocracia se reafirma en los escándalos del pretendido oponente -¿qué sociedad puede contentarse con algo así?- y la desvergüenza del señor Fernández inunda de inmundicia el Poder Judicial, el Ministerio de Justicia y el Gobierno (como instituciones), para salvar el partido al que pertenece el “proyecto” que dice apoyar y con él su propia vanidad. Pero, sin proponérselo, el ministro ha cumplido con el verdadero espíritu de la dimisión: mirar, reproduciendo los comportamientos identificativos, por el régimen que lo acogió. La Monarquía de Partidos.
Confusión de poderes
Los dirigentes del Partido Popular cierran filas ante lo que consideran un hostigamiento del aparato policial y judicial que maneja el Gobierno. Después de los últimos enfrentamientos internos y las ambiciones de sucesión que la debilidad de Rajoy despierta, la “causa general” que el juez Garzón ha iniciado contra ellos, aviva el patriotismo de partido en la oposición, frente a sus enemigos declarados: el PSOE, el Ministerio del Interior, la fiscalía, y el grupo PRISA. El PP clama por la indefensión que la conducta de Garzón provoca. Éste sigue sin abrir el sumario –cuyo secreto, por otro lado, está siendo violado reiteradamente- que instruye, “sin tener competencia para ello”, puesto que algunos de los imputados son aforados, denuncia Federico Trillo; el cual, además, anuncia que se querellarán por prevaricación contra “el juez estrella” si no se inhibe de la investigación de la presunta trama de corrupción en la que se ha implicado a Francisco Camps, presidente de la Comunidad Valenciana y uno de los “barones” autonómicos con más peso en la derecha estatal. Rajoy ha solicitado al jefe del Ejecutivo que acabe con los ataques al PP, garantizando la imparcialidad de los jueces y evitando los episodios de camaradería cinegética que han protagonizado el ministro de Justicia y el juez que fue compañero de escaño de Zapatero. Éste ha respondido que “ni la democracia ni el Gobierno van a consentir que se intimide a los jueces y a los policías” en la lucha que sostienen contra la corrupción. El ministro del Interior, Pérez Rubalcaba, con su habitual finura dialéctica, ha zanjado la cuestión: “si dimiten es porque están pringaos”. Mientras tanto, en el Congreso se reclama la urgente comparecencia del ministro de Justicia, Fernández Bermejo, para que rinda cuentas en “la sesión de control” y explique sus correrías y monterías con Baltasar Garzón. Los diputados del PP quieren comprobar el nivel de cumplimiento del principio de independencia que “debe regir” las relaciones entre el poder ejecutivo y el judicial. hechos significativos Alfonso Guerra vuelve a pisar la escena para decir que Rajoy le tomó gusto a la cacería porque de un tiro "se cargó" a Camps, Gallardón y Aguirre. La ansiedad de Garzón ha sido motivada, al parecer, por haber pasado el fin de semana cinegético con una determinada fiscal. Manifestación de familias en el País Vasco para reclamar que sus hijos sean educados en español.
El árbol podrido
Árboles muertos de Strath (foto: Allshots imaging) El árbol podrido El escándalo de Maciel ha sido la piedra arrojada en un lago oscuro y tenebroso. Las ondas que levante están por venir y chocarán con fuerza contra la moral de hipocresía de quiénes arrojaron un manto sobre las iniquidades de quién jamás debió fundar nada. Toda su obra se yergue hoy sobre cimientos carcomidos. Extraña fascinación, servidumbre la llamamos, la que ante el grotesco espectáculo de ver la vida mentirosa e indigna de hombres de religión, deja con la boca abierta y mirando hacia otro sitio a sus hijos espirituales. Triste hábito: hombres puestos como ejemplo de vida de los demás, levantados a hombros por sus acólitos para asegurar seguramente que la caída sea más estruendosa. Cuánto más alto, más perjuicio a la obra creada. Pero los seguidores de tal padre miran desconcertados. Doble vida, hijos inocentes de la carne nacidos en la ignominia, menores abusados, mentira sobre mentira. Tapado sobre tapado. Cómplices de engaños a personas que dieron sus mejores años, troncos podridos, malvas malolientes. Miran hacia otro lado, con la mirada perdida, por esa extraña fascinación que produce descubrir que el propio ideal fue plantado por manos carcomidas. La fascinación de que un árbol seco dé frutos. Incomprensible cuando se trata de ver con ojos de respeto a la verdad y la lealtad. A quien ha fallado en lo que predicaba, a quien miró atrás cansado de gritar a los demás que no lo hicieran, más le valdría no haber nacido. Las olas de pestilencia de este episodio, que duró toda la vida del mejicano fundador de los ingenuos Legionarios de Cristo, deberían hacer reaccionar a los que queden dentro con dignidad y entregar la barca a Roma para que sea quemada como sacrificio de expiación. El dolor causado en tantas almas nobles es tal que sólo puede ser compensado con el fuego purificador. De aquí o del infierno. Los frutos indeseados de la hipocresía, las mentiras, el desprecio burlón, el manoseo de conciencias, el silencio frente a la necesidad de verdad, la doble moral, aunque sea reducto de la vida privada de cada quién, deben ser denunciados y mirados con piedad.
Chulería Zapatero-Botín
La Transacción hizo de la jactancia norma de conducta de los poderosos. Era previsible. Para Aristóteles, son jactanciosos “los que se atribuyen más cosas de las que poseen o fingen saber lo que no saben”. La jurisprudencia romana añadió el alarde de títulos de legitimidad que no se tienen. Nuestro Diccionario reduce la jactancia a una de sus connotaciones, la alabanza presuntuosa de si mismo. Silencia su característica esencial. Que no es la presunción ni la vanagloria, sino el alarde de poder derivado de una ficción de fuerza. El lenguaje popular, más acertado que el académico, identifica la jactancia con la chulería. Así lo vio La Boéthie, con su tipificación de los chulos del tirano. El dictador no necesita ser jactancioso. Le basta ejercer la fuerza que realmente tiene. A su muerte, surge la necesidad de simular una fuerza ficticia en el conjunto de sus sucesores, para evitar que la sociedad se hago cargo del Estado. Los medios de comunicación crean y mantienen la ficción. El Estado se reparte entre los jactanciosos chulos del Estado y del Consenso. Del Rey abajo, nadie se libera de la necesidad de chulería. La tuvo Juan Carlos, alardeando de una legitimidad dinástica que no tenía. La tuvo Suárez, presumiendo de ser un constructor del Estado al que sólo sabía destruir. La tuvo otra vez Juan Carlos, atribuyéndose lo contrario de lo que hizo en la motivación del 23-F. La tuvo Felipe González, ignorando la huelga nacional contra su prepotencia. La tuvo el Tribunal Supremo, no estigmatizando al gobierno de crímenes y corrupción. La tuvo el chulesco Aznar de las Azores. La tuvo Polanco, chuleando de su pulso vencedor de toda resistencia institucional. La tienen y exhiben al unísono el dúo Zapatero-Botín, simbólico de la oligarquía político-financiera. La doctrina Botín, derogatoria de la acción popular contra delincuentes poderosos, ha dado paso a la jactancia de Gobierno y Banco de Santander sobre la mejor banca del mundo, inmune ante la crisis de las finanzas internacionales, pero engañada por las elementales estafas de Lehman y Madoff. Ahora no puede devolver el dinero a los inversores en Banif. En realidad, el poder de los partidos, dentro y fuera del Estado, está basado en la jactancia de lo que no son ni tienen. La comedia del “como si”, en las partitocracias europeas, se ha dramatizado, en Italia y España, con el cinismo de Berlusconi y la lisa mendacidad de Zapatero. Pensé que Aristóteles se equivocaba al situar la veracidad en el término medio entre la hipocresía y la jactancia. Zapatero lo confirma. La hipocresía, tan lejana de la verdad como la jactancia, se hermana con ésta en el mentiroso Estado de Partidos y Banqueros. florilegio "La mayor chulería: hacerse pasar, pobres hombres, por hombres de Estado."
Imperio
Los Estados Unidos de América (EUA) cuentan con una democracia corrompida como sistema de gobierno; España cuenta con una corrupta oligarquía gobernante que llama a sus tejemanejes democracia. Allá, el fundamentalmente honesto diseño institucional apenas logra salvaguardar la dignidad de la cosa pública; acá, la indignidad ha sido institucionalizada en nombre de la paz social. La sociedad estadounidense carga con el imperativo imperialista; la española con el imperativo apoliticista. El imperio que estos diferentes imperativos ejercen, es de índole distinta. (foto: PSOE) El imperativo imperial es la panacea demagógica ofrecida a la sociedad estadounidense. Desde principios del siglo XX, salvo excepciones, los políticos de los EUA han convertido el acaudillamiento del mundo, que sólo puede ser el efecto histórico de una cierta cultura, en promesa electoral y medida de gobierno. Incluso el esperanzador Obama ha cometido ese error categórico que de manera inevitable, y por mucho que desee borrar el siniestro especto de G.W. Bush, encaminará una y otra vez su política exterior por derroteros tortuosos. Doña Hillary Clinton es el primer paso. Si finalmente es así, la ciudadanía, absorta ante la convulsión moral -y sus previsibles consecuencias- que supone la presidencia de un negro, difícilmente podrá despertar a tiempo de la pesadilla de haber consentido la conversión del patriotismo en militarismo xenófobo y rapiñero para evitar terribles sufrimientos para algunos países. Pero incluso ante esa dura perspectiva, la población americana es afortunada comparada a la ibérica pues el imperio que sobre el resto de países ejercen los EUA, siendo brutal, no puede impedir respuesta. El imperio sobre la sociedad española de la oligarquía que se sitúa fuera de ella para legitimarse y fuera del Estado para irresponsabilizarse -el edén del tirano-, tampoco, obviamente, puede impedirla, pero sí acallarla hasta hacerla inaudible. El imperativo apoliticista, que se ha concretado en el consenso político, en la esperpéntica polarización mediática y social, la burocratización nacionalista, la corrupción institucionalizada y la servidumbre voluntaria, va más allá de transmutar los sentimientos o los deseos en toscos valores sociales susceptibles de ser aprovechados por los mandamases; niega la posibilidad de que lo no sancionado por el poder pueda tener legitimación social. La sociedad se niega a sí misma en nombre del orden público. Finalmente, la prohibición de la Política ha traído, no podía ser de otra forma, el imperio de la mentira, de lo facticio. Nuestro presidente, rodeado todavía por quienes compartieron y ampararon la depravación del felipismo, promete, en plena campaña, ser intransigente con las corruptelas del Partido Popular.

