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sábado 27 diciembre 2025
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Apología del nuevo abogado

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Nuevo abogado

Sostenía Luis Zarraluqui Sánchez-Eznarriaga en su libro Con la venia y sin ella (La Esfera de los Libros, 2001) que el abogado no se hace sino que nace. Según el prestigioso matrimonialista, la oratoria, la redacción coherente y las técnicas de convicción, son precisamente eso, técnicas que se pueden aprender a poco que se ponga empeño. Sin embargo, la capacidad de discusión, el escepticismo frente a todo dogma, la curiosidad y, en definitiva, el espíritu litigante, serían cualidades innatas sin las que la técnica más depurada aprendida es inútil. De ahí que se trate de una profesión vocacional. Un abogado técnico carente de estímulo natural al litigio es, como San Manuel Bueno, un cura ateo.

Motivos para el elogio del abogado joven no faltan en los tiempos que corren. La configuración del letrado como simple colaborador de la Administración de Justicia ha acabado con su prestigio profesional. Por otro lado, la masificación y corrupción universitaria en los estudios de leyes han generado una oferta de licenciados sobresaturada con una competencia económica brutal. El chantaje de la Administración Corporativa en forma de colegio fustiga al joven letrado exigiéndole mil cursos y créditos para acceder a un turno de oficio mal pagado y con un retraso endémico en el cobro de haberes que en nada se corresponden con la exigible calidad de la Justicia Gratuita.

Por si fuera poco, los nuevos planes de estudios y la ley de acceso a la profesión ponen más barreras que saltar y que disuaden a muchos de los aspirantes a abogado. Se impone por un lado una rivalidad brutal con quienes solo de refilón han cursado algunos estudios superficiales de derecho y, por otro, unas pruebas de capacitación sin sentido que, además de crear una nueva suerte de siervos de la gleba de los grandes despachos, no garantizan la deseada experiencia procesal. Experiencia que a lo largo de la historia de la abogacía española se ha alcanzado a través de la voluntariedad que presupone toda profesión vocacional en formas propias y espontáneas de iniciación no regladas administrativamente como ha sido la pasantía. Grandes juristas y prestigiosos abogados se han forjado en nuestra nación a lo largo de la historia sin necesidad de la imposición de este MIR del derecho, tan insensato como lucrativo para escuelas de práctica jurídica y grandes despachos con máquinas de café a las que ir y venir por un puñado de créditos.

El abogado joven es una especie digna de admiración. Vaya pues desde aquí la consideración de quien suscribe. Si su ilusión sobrevive a estos y más obstáculos, se dará cuenta que sólo la libertad política y la acción humana destinada a su consecución, la república constitucional, conseguirán la dignificación de la profesión. Y por fin abogará como miembro de pleno derecho de la jurisdicción mediante su participación en el cuerpo electoral de la Justicia independiente y separada en origen con voz y voto en los designios de la matrona de la balanza.

Al abogado joven

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 119 de «La lucha por el derecho» nos habla de la dificultad que tienen los jóvenes para ejercer la profesión de abogado.

Desarrollo en Hispanoamérica, jugadas políticas y reglas del juego

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Hoy publicamos el capítulo nº 33 del programa «Escenario internacional» y el tercero de la serie La democracia en América, presentado y conducido por Marcelino Merino, donde Fabian Moreno, Daniel Vázquez Barrón y Thùlio M. Moreno hablan sobre la conferencia magistral de Rafael Correa, expresidente de Ecuador, en el Campus Condorcet de la Sorbonne de París, (cuyo enlace ponemos a continuación) y de la inestabilidad política en la zona y su relación con las reglas del juego político.

Enlace a la conferencia de Rafael Correa en campus Condorcet, Francia: https://www.youtube.com/watch?v=aPrRD…

Reflexiones en torno a la Administración Pública (II)

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Administración Pública y sindicatos

Sindicatos en el empleo público y poder político

En la primera parte de este artículo reflexionaba sobre a quién sirve la Administración Pública, poniendo de manifiesto la falacia de servir a los intereses generales y la realidad de la subordinación al poder político de turno, incluso con actuaciones que rallan la ilegalidad, cuando no son realmente prevaricadoras o, al menos, indecentes. Pueden preguntar a cualquier funcionario que gestione contratación administrativa, que esté próximo a los gabinetes de altos cargos, a los que se ocupan de la tramitación de facturas o a los que controlan las subvenciones.

Corresponde ahora reflexionar parcialmente sobre las tomas de decisiones en las administraciones públicas en su funcionamiento interno y la relevancia sindical en las mismas.

Tomaré como referencia el funcionamiento de las empresas para compararlo con el de la Administración Pública. Por supuesto que una Administración Pública no es una empresa. De hecho, me parece odioso cuando los sindicatos se denominan «parte social» y a la Administración la tratan como «la empresa» o la «parte empresarial», por mucho que se amparen en el uso de la terminología del Estatuto de los Trabajadores —posiblemente esa tipología de relación jurídica jamás debiera haberse aplicado en las Administraciones Públicas, verdadera y primigenia «huida del derecho administrativo»—. Da la impresión de la típica carga de superioridad moral que ostentan los sufridos liberados sindicales, representantes de los explotados empleados públicos frente a la opresora patronal capitalista y neoliberal de la Administración de turno. Me queda el consuelo en lo más íntimo de mi ser de pensar que, si ellos son la parte social, hay funcionarios que son la parte general, pues si ellos defienden (presuntamente) a todos los funcionarios o empleados públicos, con la misma presunción la Administración Pública, al menos en su esfera media funcionarial, defiende el interés general.

En una empresa suele suceder que la toma de decisiones del empresario está orientada al fin de la empresa, que es ganar dinero y obtener beneficios. Y tienen personal (o bien lo asume el propio empresario) dedicado a la optimización y el asesoramiento en la toma de decisiones que redunden en el mismo. Las empresas, seamos honrados, no se crean para generar empleo o para crear riqueza o bienestar en la zona donde se asientan, sino para obtener un beneficio económico (algo muy legítimo y necesario, por supuesto); si indirectamente generan más empleo porque tienen más actividad que lo precisa, o apuestan por la responsabilidad social corporativa y financian deporte escolar, porque así se deducen en el Impuesto sobre Sociedades y mejoran la salud de los niños, pues mejor que mejor. Y los sindicatos tienen su papel de controlar la actividad empresarial y, por supuesto, entrará en clara contradicción muchas veces con las decisiones empresariales, especialmente cuando estas atenten contra los derechos legalmente establecidos de los trabajadores. Y subrayo aquí derechos legalmente reconocidos. No obstante, unos y otros tienen un límite: la propia supervivencia de la empresa. En ese barco están todos. Pero en una empresa hay dos partes: empresario y trabajadores. El empresario juega con su dinero (o el de sus accionistas) y con el futuro de su empresa. Una decisión acertada puede llevarlo a ser Amazon o Google. Un error puede convertirlo en Blockbuster o Galerías Preciados.

La Administración no funciona así. En ella hay tres partes y no necesariamente en permanente conflicto: la política, la administrativa (o técnico-funcionarial) y la sindical. Y aunque pudiera parecer que político y funcionario están alineados y el sindicato está en frente de ambos, en desigual lucha, la situación no es esa. La realidad es que el interés general, que debiera guiar ex lege a político y funcionario, troca en un alineamiento entre político y sindicato frente a técnico/funcionario. Y cuanto más próximo sea el gobierno al perfil ideológico del sindicato dominante y más interacciones ad extra de la Administración se produzcan, más subordinado quedará el funcionario al tándem político-sindical. Como decíamos en la primera parte del artículo, el político en la Administración sigue sirviendo al partido dentro de la misma.

Y no lo digo yo solo, basándome en experiencias propia o de terceros, sino que, por ejemplo, en el estudio «Diferencias salariales entre sector público y privado según tipo de contrato: evidencia para España», de Raúl Ramos, Esteban Sanromá e Hipólito Simón (que se puede consultar fácilmente en el enlace), se refleja en las conclusiones del mismo lo siguiente: «Finalmente, los menores niveles de desigualdad salarial observados en el sector público no se explican por las diferencias en características entre sus trabajadores y los del sector privado, sino que parecen atribuibles a las particularidades de sus mecanismos de determinación salarial».

¿Cuáles son esos particulares mecanismos de determinación salarial? Solo diré que la Administración Pública se nutre de impuestos, por lo cual tiene un margen discrecional, incluso llegado el caso arbitrario, para negociar las condiciones salariales de los empleados públicos. Es decir, el político no tiene la limitación real de mandar a la empresa al traste si decide subir salarios sin criterio alguno, sobre la premisa de que el Estado nunca quiebra y que no irá a la cárcel por Administración desleal, como le puede pasar a un empresario.

Y esa relación no se agota solo en la determinación salarial. Sólo hay que ver los regímenes de jornadas y permisos del personal, la laxitud en materia de responsabilidad disciplinaria o en la exigencia de resultados y objetivos; en la gestión de las horas sindicales y en los beneficios de los representantes sindicales, etc.

Se podría contraargumentar, en relación con los derechos y garantías sindicales, que la Administración solo cumple con lo establecido en las normas de aplicación, pero lo cierto es que no es así totalmente. Es cierto que hay Administraciones que conceden sobre el papel exclusivamente las horas mínimas recogidas en la Ley 9/1987, de 12 de junio, de Órganos de Representación, Determinación de las Condiciones de Trabajo y Participación del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas, pero ahí ya se esconde el primer reproche que se ha de hacer a las Administraciones Públicas, en sentido general. Se ha aprobado una ley exclusivamente para esa cuestión, donde se recogen con total ambigüedad la garantía de indemnidad en cuanto a derechos económicos o a la carrera profesional. Esto no es de suyo negativo, hasta que se confunden los derechos económicos con las indemnizaciones o los complementos variables y tenemos a liberados sindicales cobrando indemnización por no comer en su centro de trabajo, porque el resto de personal sí come en él y, como eso se considera una retribución en especie, pues se le ha de abonar. Y así con las horas sindicales de libre disposición donde una persona que trabaja a turnos, cuando le corresponde el día de la semana trabajar de noches, se las coge como horas sindicales y no aparece por el centro. Y nadie parece sonrojarse ni querer poner coto a tamaño desafuero.

Es evidente que el sindicalismo tiene más fuerza en las grandes empresas que en las atomizadas pequeñas y medianas y empresas y microempresas. La Administración Pública, como megapersona jurídica, no puede soslayar ni ser ajena a esa realidad, a excepción de aquellos supuestos donde el derecho de libertad sindical está limitado (caso de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado) o no existe (Fuerzas Armadas). Es decir, la fuerza sindical no debería ser un problema.

¿Dónde, pues, radica la cuestión? Nuevamente, en la clase política. El político con mando en la Administración no se preocupa por la adecuada gestión, ponderando los intereses generales con los de los funcionarios (trasladados estos intereses —presuntamente— por las organizaciones sindicales), sino en la gestión más pacífica frente a estas organizaciones.

Una noticia en prensa levanta más ampollas, y engrasa la maquinaria político-administrativa, más que una comparecencia de un ministro en las Cortes o de un consejero en la asamblea legislativa de una comunidad autónoma. ¿Por qué? La respuesta es sencilla: en un régimen como el que padecemos, sin representación de los ciudadanos en el poder legislativo, y subordinado éste al poder ejecutivo, es decir, sin control verdadero entre poderes, las puestas en escena en el Congreso de los Diputados, Senado o asamblea legislativa de la llamada «oposición» no son vistas por cualquier ciudadano inteligente más que como meras actuaciones de comparsas de tres al cuarto de un mal teatro amateur.

Ejercicios de memoria

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Guerra Civil

Leo en el diario ABC —en ocasiones leo el ABC— que a Andrés Trapiello le han dado el premio Mariano de Cavia de periodismo por su columna del 24 de diciembre de 2021, que he procedido a leer. En ella relata su otra columna, de título La batalla de Teruel, publicada también un 24 de diciembre, pero de 1998

En la primera, es decir, en la columna premiada y la más reciente cronológicamente hablando, Trapiello explica cómo eran sus navidades, con el viaje en coche, sin autopista, y la cena en la que su padre les relataba la nochebuena que pasó en una trinchera, durante el asedio a Teruel en 1937.

El premio se le ha concedido por tratar, de cerca o de lejos, como admite el autor, de la «memoria histórica», y la frase del discurso citada en el periódico es la de «no se puede reparar a unas víctimas agraviando a otras, eso debilita la democracia».

Pero ha sido la primera columna, es decir, la primera cronológicamente hablando —permítanme la tontería—, la que me ha llegado más hondo. Fue en la de 1998 cuando Trapiello contaba más detalles sobre esa noche en la trinchera, en Teruel. Una noche en la que, nos dice, algo le sucedió a su padre que no le sucedió en otras batallas no menos sanguinarias en las que combatió, como la del Ebro, en la que fue herido.

Inmediatamente, me ha venido a la cabeza el recuerdo de mi abuela y mi madre, contándome las experiencias de mi abuelo —esposo y padre— precisamente en el Ebro. A mi abuelo, capitán del ejército republicano, le encargaron una misión suicida: debían volar un puente desde el lado nacional y volver nadando. Ninguno de sus hombres sabía nadar, por lo que mi abuelo desobedeció las órdenes del general Enrique Líster. Por ello sufrió consejo de guerra y estuvo, decía la abuela, delante del pelotón de fusilamiento. Se salvó porque un amigo movió los hilos en el último momento. Un amigo, como tenía el padre de Trapiello. Un amigo no volvió, el otro consiguió que su amigo pudiera volver. Dos de los, seguramente, millares de ejemplos idénticos.

Mi abuelo tenía dos heridas de metralla, pero no sé si, como al padre de Andrés Trapiello, lo hirieron en el Ebro. Tampoco sé si alguna de las posibles balas que dispararon cada cual hacia una u otra orilla del río pasaron más o menos cerca del otro. Lo que sí que sé es que gracias a esas dos columnas, del 1998 y del 2021, hablando sobre cosas de 1937, se ha tendido un puente entre Trapiello y yo. Invisible, ya que el periodista premiado no tiene constancia de mi existencia, pero un puente al fin y al cabo.

Como miembro de la «generación constitucional» —nacido en el 78—, no tengo muchos datos ni información de ese periodo. Mi abuelo sufrió alzheimer cuando yo entraba en la adolescencia y no pude conocerle como hubiera querido. Tampoco hablaba mucho del tema. Lo que sabemos en casa es en gran parte gracias a su esposa, con quien se casó a escondidas en una iglesia de Hospitalet de Llobregat —sí, sí, capitán de la república y católico, que tuvo que casarse a escondidas en la Barcelona revolucionaria—. Ella también murió. Y ahora mi madre también empieza su viaje hacia el alzheimer. 

Los recuerdos e historias que no me haya contado desaparecerán. «Un exceso de memoria daña la vida», decía Nietzsche citado por Trapiello en su discurso. Y en ese mismo discurso también dijo que «recordar es cosa de cada uno, y la verdad, cosa de todos». Creo que no hay nada más cierto —y verdadero— que esto. Si he contado los recuerdos familiares, no es para demostrar nada, sino para ponerlos en la mesa, para poder llegar a esa verdad, a la que únicamente se llega entre todos, contando con todos. Porque he sentido ese puente que me une no solo a Andrés Trapiello, sino que me permite llegar un poco más allá en los caminos de la historia del país, que es también la nuestra.

Cada vez quedan menos testigos directos de la Guerra Civil. Y con cada recuerdo individual que se pierde aumenta el riesgo que la verdad sucumba ante la ficción, orquestada por cualquiera que tenga interés y medios para modificar y ganar relatos. Porque una falta en exceso de memoria supongo que también daña la vida.

Como nacido en el 78, siempre he transitado muy tangencialmente por esos caminos. Pero a cada año que pasa creo que debería hacerlo —deberíamos hacerlo— más, y mejor. Cada vez que oigo a unos y otros decir eso de «somos los hijos/nietos de los que ganaron/perdieron» me puede el desinterés y la desidia. Porque quien diga que en una guerra civil hay vencedores, es que no tiene mucha idea de civilidad.

El padre de Andrés Trapiello, refiriéndose a la Guerra Civil, decía que «no tenía muy claro que hubiera servido para nada». Igual nos corresponde a nosotros, tanto a los hijos como a los nietos de los que participaron en esa guerra, trabajar para que al final, más de ochenta años después, todo ese sacrificio y sufrimiento —no solo de la Guerra en sí, sino de todo lo que vino después, y hasta hoy—, no sea en balde.

Corrupción sistémica en Andalucía

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Hoy en el capítulo nº 48 del programa «Coloquio y análisis político» Pedro Manuel González y Manuel Ramos examinan con el criterio de la libertad política las noticias de actualidad.

En esta ocasión, el tema principal ha versado sobre la malversación de fondos públicos en Andalucía con el caso ERE y cómo no deja de ser una muestra de la necesaria corrupción necesaria en la partidocracia. Un caso más que explica cómo dicha corrupción es factor de gobierno en este régimen político.

Jueces e ideología

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Jueces e ideología

Sí, los jueces también son personas con ideología

No hacen falta más leyes para acabar con la corrupción. Ni siquiera para que los jueces sean castrados ideológicamente o examinado su currículo de afinidades ideológicas. Tampoco más organismos de control, comisiones ni agencias. Sólo que la justicia sea independiente institucionalmente.

Si en España no se reconoce legalmente la independencia de la Justicia, dejando de confundir la institucional con la personal de los jueces, no es de extrañar que se confunda también la politización de su gobierno con el derecho a la ideología de cada magistrado. Percibiendo esta realidad no es difícil percatarse del error de enfoque que supone proponer como solución institucional al control político de la vida judicial tan solo la incompatibilidad personal con la política de los miembros de su órgano de gobierno mientras les sigan eligiendo los partidos de Estado.

De poco sirve dicha medida si la elección de esos candidatos no adscritos jamás políticamente a cargo público sigue en manos del mismo poder político a través de la propuesta de cuotas por Congreso, Senado o Gobierno, en realidad uno y trino poder partidocrático. Y es que la razón de dependencia no está en la ideología personal del candidato, inherente a su condición humana, sino en la de subordinación por razón de elección y haberes.

La independencia  de la Justicia de los poderes políticos del Estado y de la nación, no prevista ni institucionalizada si quiera en el texto de 1978 sólo se consigue mediante la elección directa de su rector mayoritariamente por todo el orbe jurídico para que nombre presidencialmente su gobierno con limitación temporal de su mandato y presupuesto propio.

Otra cosa es la independencia personal de los jueces y magistrados para dictar resoluciones, prevista en el artículo 117.1 de la Constitución Española. En este último caso, las más elementales normas de higiene y dignidad exigen que el miembro de la jurisdicción que luego ostente cualquier cargo político, o si quiera que se postule al mismo, no pueda reincorporarse a su puesto en un plazo prudencial, que García-Trevijano en su Teoría pura de la república constitucional fecha en cinco años, y en todo caso, nunca en su misma plaza o puesto que dejara vacante en su día.

La juventud como valor político

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 118 de «La lucha por el derecho» plantea si la juventud en sí misma es un valor político.

Desde dentro

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Desde dentro solamente es posible dinamitar la partidocracia con un golpe de Estado.

El partido político Podemos es el claro ejemplo de que desde dentro es imposible reformar el establecimiento constituido en el poder.

Antonio García-Trevijano, 1 de octubre del 2016.

Fuente RLC: https://www.ivoox.com/rlc-2016-10-01-respuestas-a-preguntas-los-audios-mp3_rf_13136576_1.html

Música: Misa Votiva de Jan Dimas Zelenca (1679-1745).
Música sugerida por Marcelino Merino.

¿Pueden tener ideología los jueces?

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 117 de «La lucha por el derecho» relaciona la ideología de los jueces con la independencia judicial.

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