Guerra Civil

Leo en el diario ABC —en ocasiones leo el ABC— que a Andrés Trapiello le han dado el premio Mariano de Cavia de periodismo por su columna del 24 de diciembre de 2021, que he procedido a leer. En ella relata su otra columna, de título La batalla de Teruel, publicada también un 24 de diciembre, pero de 1998

En la primera, es decir, en la columna premiada y la más reciente cronológicamente hablando, Trapiello explica cómo eran sus navidades, con el viaje en coche, sin autopista, y la cena en la que su padre les relataba la nochebuena que pasó en una trinchera, durante el asedio a Teruel en 1937.

El premio se le ha concedido por tratar, de cerca o de lejos, como admite el autor, de la «memoria histórica», y la frase del discurso citada en el periódico es la de «no se puede reparar a unas víctimas agraviando a otras, eso debilita la democracia».

Pero ha sido la primera columna, es decir, la primera cronológicamente hablando —permítanme la tontería—, la que me ha llegado más hondo. Fue en la de 1998 cuando Trapiello contaba más detalles sobre esa noche en la trinchera, en Teruel. Una noche en la que, nos dice, algo le sucedió a su padre que no le sucedió en otras batallas no menos sanguinarias en las que combatió, como la del Ebro, en la que fue herido.

Inmediatamente, me ha venido a la cabeza el recuerdo de mi abuela y mi madre, contándome las experiencias de mi abuelo —esposo y padre— precisamente en el Ebro. A mi abuelo, capitán del ejército republicano, le encargaron una misión suicida: debían volar un puente desde el lado nacional y volver nadando. Ninguno de sus hombres sabía nadar, por lo que mi abuelo desobedeció las órdenes del general Enrique Líster. Por ello sufrió consejo de guerra y estuvo, decía la abuela, delante del pelotón de fusilamiento. Se salvó porque un amigo movió los hilos en el último momento. Un amigo, como tenía el padre de Trapiello. Un amigo no volvió, el otro consiguió que su amigo pudiera volver. Dos de los, seguramente, millares de ejemplos idénticos.

Mi abuelo tenía dos heridas de metralla, pero no sé si, como al padre de Andrés Trapiello, lo hirieron en el Ebro. Tampoco sé si alguna de las posibles balas que dispararon cada cual hacia una u otra orilla del río pasaron más o menos cerca del otro. Lo que sí que sé es que gracias a esas dos columnas, del 1998 y del 2021, hablando sobre cosas de 1937, se ha tendido un puente entre Trapiello y yo. Invisible, ya que el periodista premiado no tiene constancia de mi existencia, pero un puente al fin y al cabo.

Como miembro de la «generación constitucional» —nacido en el 78—, no tengo muchos datos ni información de ese periodo. Mi abuelo sufrió alzheimer cuando yo entraba en la adolescencia y no pude conocerle como hubiera querido. Tampoco hablaba mucho del tema. Lo que sabemos en casa es en gran parte gracias a su esposa, con quien se casó a escondidas en una iglesia de Hospitalet de Llobregat —sí, sí, capitán de la república y católico, que tuvo que casarse a escondidas en la Barcelona revolucionaria—. Ella también murió. Y ahora mi madre también empieza su viaje hacia el alzheimer. 

Los recuerdos e historias que no me haya contado desaparecerán. «Un exceso de memoria daña la vida», decía Nietzsche citado por Trapiello en su discurso. Y en ese mismo discurso también dijo que «recordar es cosa de cada uno, y la verdad, cosa de todos». Creo que no hay nada más cierto —y verdadero— que esto. Si he contado los recuerdos familiares, no es para demostrar nada, sino para ponerlos en la mesa, para poder llegar a esa verdad, a la que únicamente se llega entre todos, contando con todos. Porque he sentido ese puente que me une no solo a Andrés Trapiello, sino que me permite llegar un poco más allá en los caminos de la historia del país, que es también la nuestra.

Cada vez quedan menos testigos directos de la Guerra Civil. Y con cada recuerdo individual que se pierde aumenta el riesgo que la verdad sucumba ante la ficción, orquestada por cualquiera que tenga interés y medios para modificar y ganar relatos. Porque una falta en exceso de memoria supongo que también daña la vida.

Como nacido en el 78, siempre he transitado muy tangencialmente por esos caminos. Pero a cada año que pasa creo que debería hacerlo —deberíamos hacerlo— más, y mejor. Cada vez que oigo a unos y otros decir eso de «somos los hijos/nietos de los que ganaron/perdieron» me puede el desinterés y la desidia. Porque quien diga que en una guerra civil hay vencedores, es que no tiene mucha idea de civilidad.

El padre de Andrés Trapiello, refiriéndose a la Guerra Civil, decía que «no tenía muy claro que hubiera servido para nada». Igual nos corresponde a nosotros, tanto a los hijos como a los nietos de los que participaron en esa guerra, trabajar para que al final, más de ochenta años después, todo ese sacrificio y sufrimiento —no solo de la Guerra en sí, sino de todo lo que vino después, y hasta hoy—, no sea en balde.

1 COMENTARIO

  1. Creo que no sabe, ni conocerá, el valor de lo que se dilucidó en ese conflicto. Es como decir que la segunda guerra mundial no resolvió nada; o que la lucha por la libertad o la verdad nunca alcanza el objetivo.
    Ahora, tras muchos años, es sencillo condenar la servidumbre y el crimen, pero había que denunciarlo y combatirlo, aunque todavía- no se haya conseguido.

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